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(Lo que en Bolivia no se dice)

 Franco Sampietro

El célebre gurú de la manipulación política Jaime Durán Barba (que llevó a la presidencia a Mauricio Macri) afirma que una campaña funciona con los siguientes principios: se apunta a un nivel emocional, no racional; no se dirige a conseguir afecto por lo propio, sino al odio por lo contrario; no se hace odiar a un candidato, sino a una ideología o sentido común: a una porción del imaginario (por ejemplo, los zurdos, los negros, los vagos, los inmigrantes); se trata de crear situaciones de psicosis colectiva que ayuden a que la masa arrastre al individuo.

Claramente Durán Barba tiene a un ejemplo perfecto en la Bolivia de hoy día, donde es tal el odio hacia el MAS, que lleva a un gran sector de la clase media y alta (y por contagio, parte de la baja) a emitir un furor ciego, irracional –de manotazo de ahogado- hacia todo lo que signifique la izquierda en general, pasada, presente y futura, práctica y teórica. Aún cuando la mayoría no sepa ni siquiera lo que significa la izquierda, ni lo pueda diferenciar de la denominada derecha.

Hoy mismo hay un grotesco ejemplo a mano: el de la controvertida respuesta del Gobernador de Jujuy Gerardo Morales a Evo Morales.

Sabido es que el jujeño acusa a Evo de inmiscuirse en asuntos políticos foráneos. Un hecho que, si lo tomamos a simple vista, sin conocimiento de causa y sin ahondarlo, genera indignación por la gratuita intromisión del Presidente boliviano. Ahora bien, ¿alguien sabe quién es Gerardo Morales?, porque en el país vecino se lo considera como a un personaje nefasto (aunque de segunda fila), por no decir siniestro: por lo “cabrón”, racista, fascista, anti-boliviano y corrupto hasta la médula. Y sería bueno que los bolivianos supieran lo que Gerardo Morales piensa de ellos: sus múltiples declaraciones están en internet, a mano. Incluso ha llegado al esperpento de clamar por un muro que separe a Jujuy de Bolivia (ya que, según él mismo, su modelo de político es Donald Trump). Ello, en el marco de una provincia que maneja como si fuera su feudo y de la que, en efecto, en gran parte es dueño.

Milagro Sala es una palmaria presa política, cuya sola presencia de militante social a la antigua, antaño aliada del gobierno de Cristina Fernández y –por supuesto- su aspecto de “negra de mierda colla” (Gerardo Morales dixit) son una afrenta al Gobernador controvertido. De ahí que un sinnúmero de instituciones defensoras de los Derechos Humanos del mundo hayan pedido por su liberación, tanto a él como al mismo Macri, debido a las grotescas irregularidades que tuvo el juicio que la sentenció nada menos que a ocho años de cárcel.

Sumado a esa injusticia en Argentina, campea el absurdo de este lado de la frontera, que la crucifica –sin conocerla ni conocer el caso- como instrumento de ataque al MAS y al socialismo en bruto. Y es que los nuevos odiadores de Bolivia no quieren (y a esta altura, tampoco pueden) ni ver ni saber ni tener en cuenta que, acaso, también los malos están del bando contrario. Prefieren escudarse en un discurso “democrático” en contra de Venezuela, Nicaragua, Cuba y por supuesto el MAS, y cerrar la boca en los casos de abusos en Honduras, Argentina, Brasil o Colombia. En suma: su “humanismo” es selectivo, no creíble y nulamente racional. Sería conveniente recordar el proverbio chino: “cuando un perro ladra a una sombra, diez mil perros hacen de ella una realidad”. Sería necesario que la sociedad tratara de respirar tres veces antes de emitir un juicio ciego e hiciera el esfuerzo de “bajar un cambio”.