Por Ramón Grimalt
Alguna vez le he contado a usted sobre Ovidio, el barbero que cada semana atiende el poco cabello que me queda en la azotea y de paso arregla mi barba. En una ocasión le dije que Ovidio es “barbero” o “peluquero”, si usted así lo prefiere, de aquellos de toda la vida sin aspiraciones de “estilista”. Así se gana la vida en un pequeño local donde aprovecha para narrar anécdotas relacionadas con su antigua (y abandonada) carrera como boxeador. Porque allí donde lo ven, chaparro, panzoncito y con más entradas en su cabeza que el carnaval, iba para campeón nacional de peso medio y se preparaba para competir allende nuestras fronteras. Entonces sobrevino un accidente y tuvo que dejar el “viril deporte de los puños” que diría un viejo relator de radio de calefón.
Bueno, pues resulta que la otra tarde me arreglaba el cabello (nótese la leve ironía) cuando se apercibió de que una vecina de Los Pinos, en realidad, una doña que vende fruta, era zamarroneada por un truhán de los muchos que pululan por ahí creyéndose amo y señor de la parienta por lo civil o lo criminal. Ovidio, que no es precisamente un caballero (es mujeriego consuetudinario y se jacta de ello) dejó las tijeras sobre el mesón y me dijo con cierta severidad:
-Disculpe, licenciado. Debo atender un asunto.
-Siga, usted Ovidio.
Y el barbero salió de su peluquería olvidándose de la cojera de su pierna izquierda (prometo que algún día le preguntaré a qué se debe) y con la rapidez de un experto en lidias callejeras, le asestó un derechazo a la altura de los riñones que obligó al miserable abusador a caer de rodillas a los pies de aquella pobre mujer que a duras penas podía resistir la sarta de improperios de la rata de dos patas, parafraseando a Paquita la del barrio.
-¡Hijo de puta! Masculló el cobarde adolorido.
-Tal vez. Puede ser que yo haya nacido de puta y no me avergüenza, pero vos tienes todos los números de la rifa que reparten los verdaderos hijos de su puta madre, aquellos que sólo tienen huevos con las mujeres. Y ahora, andate cabrón.
El bastardo se levantó a duras penas y se perdió calle abajo, arrastrando su sucia humanidad mientras la mujer agradecía a Ovidio con un beso en la mejilla aquel gesto de indudable caballerosidad.
Ya de regreso le felicité.
-¡Coño, Ovidio! ¡Menuda lección! Celebré con un par de clientes, uno de ellos un militar jubilado con bastante mala leche, todo hay que decirlo.
-No, licenciado. Nada del otro mundo. Verá. Se lo confieso y aseguro: esta noche duermo bien “empiernao”.
En fin. Qué quiere usted que le diga. De todo hay en la viña del Señor y la pícara sonrisa de mi barbero se ha quedado para siempre en mi hipotálamo.