Cultura Colectiva
En secreto, la humanidad ama dos cosas: la esclavitud y la hipocresía. ¿Eres un esclavo moderno y no te has dado cuenta?
La humanidad ama en secreto dos cosas: la esclavitud y la hipocresía. Ha cimentado su avance en la capacidad de producir —lo que sea que se crea necesario, o lo que dicten las necesidades creadas— lo más rápido y barato posible. En la esencia no distamos mucho del Estados Unidos esclavista, ni de Leopoldo II de Bélgica o de la Roma antigua, ni de los incontables ejemplos históricos. Lo que sí nos diferencia es lo “políticamente correcto”: no es auto-explotación, es realización personal; no es la frivolidad del mundo, es satisfacción de los deseos; no es que la sociedad no brinde las oportunidades necesarias, es la mediocridad de las masas; no somos esclavos, somos socios. Vivimos un sueño de modernidad tergiversada. Las herramientas nos atan desde lo que no aparenta tener importancia a viejos anhelos de máquinas voladoras y ropa que se lava sola. Somos el futuro que no se imaginó, del que se murmuraba con exageración, o el que se daba por sentado que no llegaría a ser real; al menos no somos 1984… aún.
Habitamos una constante reinvención de los límites y del control. Todo el tiempo ensanchamos lo prohibido para poder palparlo y hacerlo cotidiano. Hoy se sufre por cosas que hace 20 años no tenían nombre, y lamentamos lo que se ha perdido como si se nos arrancara de la tribu o se nos impidiera ser enterrados en camposanto. Hemos tecnificado tanto el mundo que se ha vuelto una extensa y compleja unión de redes dadas para el funcionamiento mecánico de una realidad irrefrenable, donde nuestra realización o fracaso dependen de tantas cosas: la bolsa, las tormentas solares, las elecciones, el deshielo de los polos, el acenso de la ultraderecha húngara, la militarización brasileña, el PIB de China. La felicidad se ha rebajado a ser la eficacia con la que satisfacemos nuestros impulsos: qué tan rápido puedo obtener objetos, prendas, personas, lugares, sin arraigarme a nada ni pertenecer a nadie. El mundo se ha vuelto un escaparate de posibilidades con costos ocultos.
Allí surge la esclavitud de nuestra época, escondida como clase media-baja trabajadora: un ejército de siervos cautivos que vagan por la ciudad, listos para ceder su tiempo libre y resolver las necesidades —que no puedes (o no quieres) hacer porque estás tratando de conseguir más dinero del que tienes— a cambio de dinero. Con cada minuto cedido alimentamos a una bestia inerte y amorfa hecha de sudor y años, minúsculamente cambiante, de la que nos han convencido imposible su inexistencia; algo que a la vez somos nosotros mismos. En silencio hemos convertido al trabajo físico y a la gente de servicio un estándar de superación. Sólo es cuestión de implementar a la tecnología para ahorrar pasos, y por ende, personas intermedias entre lo que queremos y nosotros. La medalla de consolación de la clase media es volver todo más cómodo. La realización personal de nuestra época es que alguien haga por ti el trabajo que no te agrada. Y ya funciona. Las herramientas de nuestros tiempos nos han vuelto entes incógnitos con fotografías en las que sonreímos y calificaciones de cinco estrellas, donde toda una plataforma sirve para que no entreguen algo frío a alguien que no eres tú, o para que estés “seguro” de que quien te lleva a casa no es un psicópata salido del manicomio.
¿Y qué quedó atrás? Los nombres, las necesidades, los marginados, los analfabetos, los impedidos, las historias personales, los amigos que no aguantaron el paso, la pésima educación, los bajos salarios, los profesores mediocres, los sueños de elevador, el amor de ocho horas con una de descanso, los hijos y la casa en el campo, las vacaciones en familia, los días de asueto, los aguinaldos, el amor eterno, la jubilación. Somos un mundo inclemente que nos obliga a pagar o a satisfacer, sin puntos intermedios. Y hoy apelamos a la impersonalidad de los tratos para evitar reflexionar en las necesidades de quien pasea a tu perro, alimenta a tu familia, empaqueta tus compras, llena tu tanque y cobra tus libros. Todo cambia de perspectiva cuando se miran los zapatos desde abajo y no desde arriba. Todo lo queremos y lo queremos ya. ¿Para qué? No lo sé, descúbrelo, y vuélvelo a descubrir cada vez que lo hagas. Porque nunca se repite la misma sensación y siempre debes de sentir algo diferente, encontrarte en lo que tienes y ser lo que compras. ¿Quién quiere la sobriedad y la humildad cuando puedes tener sobriedad y humildad gold-premium-plus-clase ejecutiva?
El problema no es participar ni ser parte de, el problema es no ser consciente que se lucra con el falso “tiempo libre”, con nuestra salud mental, con las necesidades de los demás, con el fracaso, con nuestro aislamiento y nuestro cansancio, con los que no tuvieron las mismas oportunidades. El conflicto se da cuando despreciamos con un aire de superioridad originado en el miedo a la otredad y a la mediocridad, cuando nuestra arrogancia nos niega ser conscientes de lo cerca que siempre hemos estado del fracaso y de todos los que se quedaron atrás por diversas razones, cuando tachamos de imbecilidad o ignorancia lo que en verdad se llama opresión y falta de oportunidades. ¿Quién se ha opuesto?
Creemos tener el control porque con un par de botones podemos hacer que alguien recorra la ciudad por una necesidad que no conoce, que no le importa y con una sonrisa que no mira y hacia una dirección que jamás significará nada para él. Somos un rostro que se disolverá en una inmensa cadena de rostros sin ojos que, en su mejor posibilidad se volverá una anécdota, y la peor —lo que es más común— un porcentaje de dinero que sirve para que con mucha suerte y años alguien recoja, compre, maneje o prepare por quien ahora conduce. Ese es el sueño: un día estar del otro lado. Antes lo aseguraba la educación, el trabajo duro, los años en una empresa. Ahora nos convencieron que serán el camino del emprendimiento, quizá en un futuro será vender nuestros órganos o ser conectados a máquinas que no dañen nuestros anhelos de más. Pero para ello hacen falta muchas épocas como esta, decenas de pruebas y errores, nuevas industrias que nazcan y mueran, millones de sujetos convencidos de que el mejor camino es ser señor y opresor a la vez.
Todavía hay que perfeccionar la seducción, aún hay quienes dudan de ella como fin único. El sistema ya no es opresor, es deleitable, azaroso y seductor. Ya no existen los grandes enemigos de las masas, al menos no los que ya se han vencido, ahora todos tenemos derechos sin posibilidades. Amo y esclavo a la vez. El fracaso es ya parte de nosotros, la sociedad nos da todo. Hace que basemos todo en dos ejes: el deleite y la realización. Mejores cosas y más deleite. ¿Y los que quedan atrás? ¿Y todo los que fracasan? Alguien que disfrute jamás pensará en ellos. Aislados, agotados, deprimidos, buscando una felicidad efímera y una autorealización basada en la elección de lo que hacemos y delegamos sin perder nuestro estatus. Somos los mártires del siglo: siempre estamos sacrificando algo. Autoagresión y autodestrucción como sistema del éxito. Quizá lo que tendríamos que desear es la felicidad… para algunos.
Aquí hay lugar para todos. Nadie se ha opuesto en verdad, y los que lo han hecho terminaron siendo absorbidos por alguna rama de la posmodernidad. Todos creyeron que globalización significaría poder encontrar una coca-cola tanto en la India como en la Patagonia, celebrar el año nuevo chino en febrero, comer humus en Australia, ver Los Simpsons en coreano. Es muy bello hablar de una interconexión de sitios al instante sin pensar que unos tendrán que padecer lo que otros disfruten. Quizá esté bien y sea la identidad de nuestra época. Sólo nos queda esperar que esto evolucione, se perfeccione o reviente. Lo que sea mejor para un movimiento en constante reinvención. Quizá sea el camino correcto para preservar nuestra propia ignorancia de una existencia superflua y vana. De momento mantengamos la mano derecha en el corazón y la izquierda en el celular.