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Segunda oportunidad

Por Ramón Grimalt

Sucede, simplemente, a veces sin pretensión y menos sospecha. Pero está ahí. Hay quien lo llama “la fuerza del destino”; otros lo consideran una perversa coincidencia en un momento especial en el espacio y en el tiempo, el producto inequívoco de una suerte de alineación cósmica de la que huyes lo más rápido posible.
Y claro, al principio te quedas estupefacto casi patidifuso, perturbado hasta la misma esencia de tu ser, buscando respuestas donde no las hay e inicias una singladura a través de aguas turbulentas con la firme intención de llegar a un puerto seguro donde todo vuelva a la normalidad, esa tierra mítica que consideras tu zona de confort, ese castillo inexpugnable e inaccesible en que se ha convertido tu corazón lo bastante baqueteado por las circunstancias, los sinsabores y la pesadumbre de la cotidianidad, ese trabajo que se ha vuelto monótono, quizás un matrimonio fundamentado en la costumbre que convirtió el sofá en el mueble ideal para hacer la siesta y la pesadez que provoca la eterna digestión de las cuentas, las deudas y el puñetero colegio de los niños. En definitiva, una vida predecible y cómoda donde lo único que se mueve es la base del ventilador y sólo esperas que llegue la noche para quizás, con un poco de suerte, soñar.
Pero mira por dónde, a veces sopla una brisa fresca que irrumpe en tu vida con la fuerza de un huracán remeciendo tus cimientos y sientes la necesidad de alcanzar el cielo con la yema de los dedos. De pronto, sin saber cómo ni cuándo, te ves absorbido por una deliciosa vorágine que te arrastra hacia un fondo donde no quieres llegar porque disfrutas cada uno de los giros de aquel vórtice infernalmente delicioso. Crees, porque lo sientes, que en tu estómago revolotean miles de mariposas que no quieres capturar; te apetece y satisface que campeen a sus anchas, sin límites ni cortapisas, porque ellas te hacen sentir vivo. Sí, vivo otra vez.
Dicen que la vida siempre otorga una segunda oportunidad. Siempre me mostré particularmente escéptico ante este tipo de afirmaciones acuñadas en la fragua de Paulo Coelho y otros gurús de la autoayuda de manual de la perfección humana. Nosotros, los periodistas, al menos aquellos acostumbrados a lidiar con hechos, acciones que podemos constatar frente al relato interesado impuesto por el poder en todas sus expresiones posibles (e imposibles), le ponemos un candado al corazón cuya llave arrojamos a la distancia para que a nadie se la ocurra irrumpir en la severa intimidad del francotirador paciente a la caza y captura de noticias. Durante años, demasiados, a decir verdad, busqué en la acción de la calle una válvula de escape destinada casi de un modo exclusivo a endurecer las fibras más íntimas, blindar los sentimientos y negar cualquier aproximación siquiera a amar en libertad, sin que esto, por favor, suene tan cursi como ridículo. Hoy puedo decir que estaba equivocado. Mucho.