Noticias El Periódico Tarija

 

Ella lava la ropa y los platos. Lleva al niño al colegio y lo recoge a las cinco llueva o truene. Prepara la cena y se preocupa de que no falte algo en la nevera. Los sábados sabe lo que toca. Deja que él posea  su cuerpo mientras su alma viaja a una tierra ignota. Y por la tarde, cuando el fútbol gobierna la sala de estar, se mira al espejo y reconoce muy a pesar suyo que ya está harta de esa vida de mierda.

El espejo, mira por dónde, es su confidente. Le devuelve la imagen de quien un día fue ella, alta, orgullosa, joven, guapa, cálida y decente; nada que ver con el guiñapo en que se ha convertido con el paso del tiempo. Ahí están esos islotes oscuros, lóbregos, insondables, repartidos por todo el océano de intolerancia que es su cuerpo. Son recordatorios certeros, precisos, de un matrimonio que sin saber cuándo ni dónde se precipitó al abismo. Porque él no era así, qué va. Él era un señor tan caballeroso como educado, generoso y delicado, trabajador y alegre, solvente y dedicado, hombre de familia intachable de conducta tan seria como responsable. En resumidas cuentas, un buen partido como le dijo su madre. Claro que nada es lo que parece. Bastaron dos meses y un huevo frito apelmazado a una sartén para que surgiera la bestia que llevaba adentro.

Fue aquel un golpe certero, preciso, muy profesional, de los que se aprende viendo al padre de uno, siempre tan eficiente a la hora de poner orden o restablecerlo dado el caso. Un golpe heredado, transmitido de generación en generación para perpetuidad de la esencia y estirpe del macho cabrío. Y ella, claro, no dijo nada. Lloró en la soledad de su habitación preguntándose por qué sin saber entonces que la respuesta estaba en un puntapié a la altura de la canilla, una bofetada de refilón en una oreja, una sarta de improperios bajunos al calor de dos coñacs y un carajillo cargado de desprecio, y en un alarde de autoridad una expulsión de casa aduciendo cierto presunto desliz con un joven vecino que se dedicaba a pintar mujeres con la mirada triste y perdida.

Por eso ella ha esperado que llegara a casa, le besase en la frente como de costumbre, y abriera el periódico en la cocina esperando la cena. Viéndolo así, abatido por las circunstancias, refugiándose en las penas ajenas transmitidas por las noticias, soñando con acertar la quiniela y cambiar su maldita suerte, rascándose la nuca al no saber cómo llegar a fin de mes, ella sabe que el momento ha llegado. Le dedica la mejor de sus sonrisas, abre un sobre de sopa de pollo con fideos, su favorita, y saca de su corazón un hálito de esperanza para decirle:

-¿Sabes cariño? Tengo una sorpresa para ti. Estoy segura de que te va a encantar.

Él farfulla algo así como “ah, qué bien” sin despegarse de la clasificación tras la última jornada de liga.

Y ella que ha aprendido que los huevos no se le peguen a la sartén, la tortilla no quede cruda y la sopa bien espesa, abre un frasco que contiene todas las esencias que la conducen a la libertad, vacía su contenido en el agua que comienza a hervir y echándole un vistazo a su marido, torturador, carcelero y lo siguiente, suspira hondo y musita “hasta luego Ángel, demonio mío”.