Ramón Grimalt
Leo y luego veo el levantamiento de un cadáver en la orilla del Guadalquivir. Un colega me cuenta por teléfono que a la víctima lo mataron sus compañeros en una reyerta de pandilleros. Poco después me entero del asesinato de una pareja de no videntes. La Policía presume que el móvil del crimen era robarles lo poco que tenían. En un mismo informativo dos noticias procedentes de Tarija ocupan los primeros minutos, algo inusitado al tratarse de un medio de comunicación centralizado en La Paz, con una mirada difusa de la periferia. Pero cuando hay muertos de por medio, el sur también existe.
-Estas cosas antes no pasaban-lamenta mi madre-Cuando llegamos apenas había delitos. El día que alguien le robó la bicicleta a don Jaime el hecho fue la comidilla de todo el mundo en la Plaza. Si hasta la cárcel estaba ahí mismo…
-Ya, pero los tiempos cambian. El desarrollo, dicen-comento con aires de impostada autoridad, cosas del rigor periodístico que intento cultivar pero que no engaña a quien me trajo al mundo hace 49 años.
-Subdesarrollo y felicidad-apunta-¿Te acuerdas?
Asiento en silencio. Cómo olvidar el libro del gran Billy Bluske, aquel retrato entrañable, desbordante de humor sano, sin malicia ni dobleces, de la Tarija de antaño. Hoy, la verdad, poco o nada de eso queda; se ha ido diluyendo como un terrón de azúcar en agua tibia, por una cuestión natural que tarde o temprano tenía que pasarnos por encima arrollándonos con la fuerza de un camión sin frenos bandeando la cuesta de Sama. Ese vehículo desbocado se llama progreso y poco o nada puede hacerse para evitarlo: llega cuando tiene que llegar.
Resultaría cándido, absurdo y naif vivir de la añoranza. Si una sociedad no evoluciona se queda anquilosada viviendo del baúl de los recuerdos, enarbolando el estandarte de que cualquier tiempo pasado fue mejor. El ser humano por su naturaleza se adapta a las circunstancias y, por lo tanto, a los tarijeños no nos queda otra alternativa que aprender a convivir con los pros y contras del desarrollo sin perder la esencia de un legado de valores tradicionalmente chapacos como la solidaridad y el sentido de pertenencia al pago. Lo demás, como culpar a quienes dejaron su tierra para prosperar entre nosotros o apuntar con el dedo a los jóvenes que “crecen sin valores”, es una burda justificación de las falencias propias. Una excusa de viejos.
-El aumento de la criminalidad se explica desde el desarrollo-sostiene un psicólogo que frecuento para que me oriente en algunos temas que plasmo en reportajes y documentales para la tele-Una sociedad desarrollada, con estándares de estabilidad económica, paz social, cierta abundancia y crecimiento, genera crimen. Es inevitable. Es una de las ramificaciones del estado de bienestar.
El argumento es válido y hasta convincente, asumiendo que recién hayamos descubierto cierto grado de pertenencia a la condición humana. En Tarija siempre hubo crimen, robos, violaciones y asesinatos. Basta una visita a la hemeroteca de la Biblioteca Municipal para comprobarlo. El punto es que a medida que la ciudad ha ido creciendo, generándose problemas urbanos que requieren un urgente reordenamiento de zonas y barrios, la sociedad ha ido tornándose más compleja y expuesta por el desarrollo de los medios de comunicación, el acceso democrático a esos medios a través de las redes sociales y la visibilidad de hechos que antes solían quedar entre las cuatro paredes de una casa gracias a la progresiva toma de conciencia de los derechos ciudadanos de sectores vulnerables como la mujer y los niños, niñas y adolescentes.
Negar que antaño se maltrataba a la mujer en el seno del hogar llegándose incluso al feminicidio o que el funcionario público de turno aprovechaba un descuido para abrir un cajón y solventar algún que otro apuro financiero, equivale a vivir en el engaño de un cuento de hadas costumbrista alejado de la realidad.
Sucede que preferíamos mirar a otro lado, tomar una prudente distancia de aquello que nos horrorizaba despertando nuestros miedos primigenios y sepultarlo dos metros bajo tierra. El suceso, el crimen en cuestión, pasaba a formar parte entonces de una especie de imaginario popular alimentado por la tradición oral, ese encuentro fortuito en una plaza donde la versión oficial-si la había-variaba de acuerdo al emisor del mensaje construyéndose una historia más o menos consistente que a todos los efectos se convertía en una verdad absoluta que nadie se atrevía a refutar.
Historias como aquella de la Paraguaya, una mujer que llegó a la ciudad hacia febrero de 1986 sospechada de “portar consigo una enfermedad muy peligrosa y contagiosa que pasaba de amante a amante”, se escuchaban en los salones del Club Social, la salteñería La Ópera y a la salida de la tanda del Rex los domingos. Nunca se supo qué fue de ella, ni siquiera se comprobó si evidentemente estaba enferma o si ese mal que recorría su sangre era sida. Pero durante un buen tiempo se tejieron mil y un conjeturas, rumores que tan pronto llegaron, acabaron marchándose. “Caso cerrado” que diría una mediática jueza de Miami.
Sí, no me cabe la menor duda de que hubo una época en que fuimos Macondo. Entre nosotros deambulaban las siete generaciones de Buendía, con sus virtudes y miserias, traumas y expectativas, delirios y circunstancias, residuos de un criollaje elitista que se resistía a la progresiva pérdida de sus privilegios escondiendo sus muertos en el armario.
Los Buendía eran miembros de la logia local, controlaban todas las instancias del poder y lo ejercían con absolutismo e impunidad. Gatopardos y oportunistas no había un espacio que quedara al margen de su firme voluntad conspiradora; la Policía, los jueces, los políticos, aun la iglesia, formaban parte de un sistema hermético, envasado al vacío. El crimen, de haberlo, era edulcorado, matizado, moldeado a conveniencia, para proteger las buenas costumbres y mantener la impoluta imagen de aquella virginal e infantil “Tarija andaluz y sus calles sin luz”. Y así pasaron los años. Hasta hoy.
No hay de qué extrañarse. Sólo comprender que la historia siempre es susceptible de ser maleada a conveniencia, porque no existe nada más fácilmente maleable que el pasado. Aun en Macondo.