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Carlitos tenía la enorme facilidad de hacernos reír con sus ocurrencias a todos los que compartíamos la mesa con él. Era un hombre de teatro que repetía sus chistes una y otra vez, tantos los buenos como los malos nadaban en el mar de la reiteración. “Lo hago porque el público siempre se renueva”, explicaba, para luego rematar con un “el que lo entendió que lo disfrute”.
Era cierto, en la mesa siempre había alguien que no conocía la broma, y los que la habíamos escuchado una y otra vez guardábamos un silencio cómplice con el único fin de no arruinar una actuación que muchos sabíamos de memoria, o porque la misma repetición del gag con variantes también resultaba atractiva.
La reiteración, entre otras cosas, es una herramienta que sirve para lograr fijación de ideas o conceptos, para perfeccionar movimientos y también para formar opinión en la sociedad, según establecía en su diario de memorias el ideólogo de la propaganda nazi hitleriana, Joseph Goebbels.
En el discurso político hay frases, o conceptos, que se repiten una y otra vez, más allá de las variantes de ocasión. En las campañas electorales, por ejemplo, es muy habitual encontrarse con candidatos que promueven o representan “el cambio”. Asimismo en los primeros meses de gobierno, cuando hay un cambio de signo ideológico o de partido al frente de la administración, vamos a descubrir “la herencia”.
La definición de este concepto, si lo pasamos groseramente en claro, es la forma en la que el nuevo oficialismo recibe el país de parte de la anterior administración. En muchas ocasiones la herencia forma parte del relato de gobierno. Este concepto puede ser utilizado para ganar tiempo mientras se hacen cambios poco simpáticos para la población, para distraer la atención de la sociedad, para destruir la reputación de la nueva oposición, dañar la imagen de determinados actores políticos, etc.
Claro que también puede ser una situación real, como ocurrió en Uruguay luego de la crisis económica del 2002 o como seguramente acontecerá en República Dominicana con la salida del PLD de la administración central y la asunción de Luis Abinader como presidente, en un país donde la corrupción ha sido uno de los factores fundamentales del cambio de gobierno.
La herencia, llevada a su máxima expresión, en ocasiones también desemboca en la tan lamentablemente de moda judicialización de la política, una herramienta que está siendo utilizada en forma sistemática en América Latina, que se ve amplificada por algunos medios de comunicación y respaldada por formadores de opinión.
Pocas son las garantías reales que tenemos los ciudadanos de escapar de este relato cuando es utilizado por los gobiernos como una mera herramienta de marketing político que busca generar una opinión. Nos dirán que los números no mienten, pero sí mienten los que hacen los números, según decía un contador cuyo nombre no quiero recordar.
Deberíamos creer que los medios de comunicación pueden salvarnos de esta situación si ejercen su rol de watchdog, si fueran todo lo posiblemente objetivos y si entendiéramos que lo que se difunde a través de ellos es verdad, pero no podemos desconocer que esos mismos medios son empresas comerciales cuyos dueños tienen intereses políticos, al igual que muchos periodistas, que en algunos países funcionan como “bocinas” de la administración.
En los casos de lawfare quizás las garantías podrían venir a través de la protección y el amparo de una Justicia independiente del Poder Ejecutivo y de los poderes fácticos, pero no es secreto para nadie que en la mayoría de los países de nuestra región –así como también al menos los países de la Europa mediterránea– es complaciente al poder de turno.
Mientras circulamos este camino de desamparo y vulnerabilidad, escuchando relatos antagónicos que no siempre se sostienen recuerdo a mi amigo el actor, contando una y otra vez su mismo chiste, y en la mesa alguien que ya no aguanta esa reiteración y le espeta: “ay Carlitos, ¿otra vez sopa de arroz?