Noticias El Periódico Tarija

Eduardo Claure

Cuando cayó el Muro de Berlín, y la extinción de uno de los grandes contendientes bajó el telón de la Guerra Fría, se alzó el telón sobre un escenario de degradación ecológica que hoy bordea el límite de la autodestrucción. De Hiroshima en adelante, todo fue miedo: el hongo atómico que destruyó la ciudad -370.000 personas- fue más que elocuente, y también los arsenales nucleares que siguieron a la explosión. Por eso en 1972, y desde Estocolmo la Primera Conferencia de las NN.UU. sobre el Medio Humano hizo un serio llamado de alerta sobre el estado de la Tierra, se le prestó poca atención. El peligro de un holocausto nuclear ya estaba instalado en la imaginación colectiva con la fuerza de la fatalidad: los megatones se apilaban sobre los megatones, las ojivas se alineaban al lado de las ojivas de múltiples cabezas, y el mundo vivía al filo del abismo. Omnipresente, a nivel planetario dominaba la ideología del conflicto Este-Oeste y el equilibrio del terror. La crisis de los misiles en Cuba aún estaba fresca, la Guerra de Vietnam recorría sus últimos tramos y oficialmente todo pendía de un hilo. Un botón que se oprimiera por equivocación y todo volaría por los aires.
Frente a semejante panorama, ¿cómo prestar atención a ese peligro más sutil -y sobe todo más lento y continuo- que según los científicos de Estocolmo acechaba, agazapado, latente y paciente? ¿Era razonable preocuparse por el paulatino desgaste del planeta si los arsenales nucleares podían destruirlo todo de un solo golpe? La verdad es que no tenía sentido. Y mientras tanto, en buena parte del Tercer Mundo imperaban o persistían principios desarrollistas que con idas y venidas predicaban el desarrollo a cualquier costo. Las cosas no estaban como para andar preocupándose por el carbono, el ozono o el Amazonas: cuanto antes se lo desmontara para transformarlo en tierras de cultivo, mejor. Construyamos represas, y después ya veremos, decían…
Pero la historia es curiosa. Mientras las superpotencias se mostraban los dientes nucleares, el mismo marco de la confrontación impulsaba la carrera espacial, y en una de las postas de esa carrera, Yuri Gagarin, un astronauta de la ex URSS, había visto la Tierra desde el espacio, desde fuera, como un astro más, pero, como UNA UNIDAD. Y después de Gagarin, muchos más, especialmente norteamericanos, y hoy todos conocen las fotos de nuestro “planeta azul”. Un planeta que todos pudimos ver ayer en posters y hoy en digital, vía internet. Pero los científicos, los ecólogos y las organizaciones ambientalistas que empezaron a formarse desde esa época, habían visto algunas cosas más, que una simple imagen de un astro más. Vieron, por ejemplo, que alrededor del 29% de la superficie terrestre sufría de algún grado de desertificación. Que la contaminación del aire y del agua, en especial durante las décadas siguientes, aumentaba espectacularmente. En 1988, la Agencia de Protección del Medio Ambiente de EE.UU. informaba que las aguas subterráneas de 39 estados contenían pesticidas. El aire de la ciudad de México o de Santiago de Chile era ya irrespirable. Pero no solo el aire. Las grandes ciudades producían diariamente millones de toneladas de basura, que no había ni donde guardar, y hoy, mucho peor. El uso de materiales no degradables amenazaba con envolver al subsuelo en un manto de plástico. El tráfico de materias tóxicas se incrementó de forma alarmante, y los contenedores con ese material deambulaban de puerto en puerto hasta ser enterrados en suelos o montañas de países del tercer mundo: basureros tóxicos nucleares y/o radioactivos.
Fue el periodo en que se había empezado a notar y a advertir que la cantidad de carbono lanzado a la atmósfera superó todo lo que la humanidad había lanzado a lo largo de su historia: ya en 1990 se alcanzó la cifra inverosímil de 6 millones de toneladas. El carbono atmosférico contribuyó al proceso del calentamiento global que está sufriendo la Tierra. También el azufre y el nitrógeno que se emitió irresponsablemente, acidificaron las lluvias que arrasó con bosques y lagos. Y los gases que se utilizaban como propelentes de aerosoles o refrigeradores de heladeras y aparatos de enfriamiento, destruyeron la capa de ozono que actúa como escudo protector contra la radiación ultravioleta del sol, letal para la vida. Eso decían, eso median. Y decían también qué, estamos ante un fenómeno de extinción generalizada de bosques en toda la superficie terrestre. Y de especies animales y vegetales: 17 millones de hectáreas forestales tropicales desaparecían anualmente para dar paso a cultivos, pastos para la gran ganadería y ciudades. Es muy posible que una quinta parte de las especies del planeta hayan desaparecido en los últimos treinta años. Y tras la tala y quema de los bosques aparece la erosión, que levanta la delgada capa de humus del suelo, y entrega nuevas hectáreas al desierto, que son abandonadas, o forzadas con agroquímicos, que a su vez contaminan ríos, lagos, mares y aguas subterráneas. Y el ciclo de realimentó negativamente, hasta hoy, casi, irremediablemente.
El 1984 se reunió la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y el Desarrollo, que en abril de 1897 publicó sus conclusiones -el ya famoso Informe Bruntland- una alerta aún más perentoria que el de Estocolmo. Durante ese periodo -solo 900 días-, como señala el mismo informe, la crisis del medio ambiente y el desarrollo en África, provocada por la sequía, culminó poniendo en peligro la vida de 35 millones de personas y causando la muerte de casi 1 millón, mientras un número de personas estimado en 70 millones murió de enfermedades diarreicas relacionadas con el consumo de agua contaminada y la desnutrición. Las víctimas, en su mayoría, fueron niños. Tan solo en 900 días. Y, después vino la guerra Irán-Irak, y la guerra del Golfo Pérsico con el telón de fondo de los pozos de petróleo incendiados. Las imágenes de derrames de petróleo en los mares, aún no se olvidan.
Decían y median, en realidad, lo que estaba a la vista. Que el agua y el aire se contaminaban, o que las grandes ciudades del llamado Tercer Mundo iban siendo rodeadas por cinturones de pobreza. No era una gran novedad. La novedad era la vastedad de los alcances de esa bomba ambiental que se potenciaba mientras los arsenales atómicos perdían agresividad. Un panorama terrorífico sucedía al peligro del apocalipsis nuclear, que lentamente se desvaneció. Y cuando finalmente cayó el Muro de Berlín, y la virtual extinción de uno de los grandes contendientes bajó el telón de la guerra fría, se alzó el telón sobre un escenario de degradación ecológica que bordea el límite de la autodestrucción planetaria. Todo sobre un fondo de enormes masas poblacionales -y no solo en países del sub desarrollo sino en los enclaves del primer mundo; por ejemplo, pensemos en los desbordes de Los Ángeles en 1992- multitudes que se debaten en la pobreza y que no tienen tiempo ni energías mentales para preocuparse por la conservación de un entorno en el que sólo tienen como meta sobrevivir a duras penas.
Sin embargo, sobre el horizonte de catástrofe hay algunos signos que no se pueden pasar por alto. Veinte años después de Estocolmo, alrededor de 100 jefes de estado comprometieron su presencia en la ECO 92, realizada en Río de Janeiro del 1 al 15 de junio de 1992. ¿Quién abría imaginado tanto barullo en 1972? Nadie. Pero la Cumbre Alternativa de la ECO 92, donde participaron más de 5000 delegados de todo el mundo en representación de la sociedad civil, pueblos indígenas y ONGs, que arribaron a diversos acuerdos, que cimentaron el fortalecimiento de coordinadoras de ONGs y organizaciones sociales con radicalidad respecto a la problemática medio ambiental y ecológica que posteriormente dieron lugar a importantes acciones sobre el deterioro y las responsabilidades de los gobiernos, -en Latinoamérica especialmente y África-, particularmente en Bolivia se fortaleció el Foro Boliviano sobre Medio Ambiente y Desarrollo FOBOMADE, con filiales en ocho departamentos, excepto Pando, que en alianza con organizaciones de la sociedad civil, lograron importantes victorias sobre asuntos álgidos en la materia. Hace cuarenta años, una organización ambientalista era una rareza. Ahora centenares de ellas –algunas de escala y poder mundial- realizaban un foro oficial mundial. ¿Quién hubiera imaginado en 1972 que empresas de porte multinacional hicieran inversiones millonarias para depurar desechos y contaminantes, y que gracias a eso ganaran plata por el solo hecho de “vender limpio”? ¿O hubiesen realizado mejoras regalitarias a los estados de países donde se explotan metales preciosos?. Haya o no un fin de las ideologías y un derrumbe de las utopías, una nueva “cultura ecológica” emergió con fuerza: “la gente, los pueblos, las sociedades reclamaba su derecho al aire, al agua y a la tierra limpia o a la conservación de bosques y de flora y fauna” Pedían que el planeta que Yuri Gagarin vio azul debía seguir siéndolo; y que azul se deje como legado a las generaciones futuras que venían, y que son la actuales.
El desastre -y la sensación de peligro- caló hondo en los ánimos y aún en los gobiernos. No lo suficiente todavía: los problemas siguen siendo aún muchos más que las soluciones. Los países del Norte industrializado quieren una ecología; y los del Sur tercermundista, otra. Los conflictos son lo suficientemente fuertes como para que las expectativas que despertó la ECO 92 y posteriores, no hayan sido ni lejanamente satisfechas, la mayoría sigue pendiente. Las agendas propuestas, como la Agenda 21, están pendientes de solución. Es un norte, aún, prevalece.
Todo está para hacerse: Mientras hay quienes profetizan el final de la historia, al menos en lo que respecta a este asunto, la historia recién empieza, y para ello deben delinearse acciones entre las que se podrían ejecutar: i) Establecer un orden de prioridades, en función de una mirada multi y transdisciplinaria, centrada en la atención de las necesidades humanas locales; ii) Relacionar entre sí los diversos problemas ecológico-sociales, atentos a las circunstancias culturales, históricas y de ubicación geográfica; iii) Defender la diversidad de formas tanto colectivas como individuales; iv) Proponer y promover soluciones y experiencias alternativas pertinentes en calidad y dimensión, en todos los aspectos de la vida social en todas las dimensiones regionales o agroecológicas; v) Alcanzar una presencia social adecuada, procurando la mayor riqueza organizativa, desde la base social a los niveles de mayor complejidad social, estableciendo nexos culturales prácticos entre todos los movimientos auténticamente sociales -pueblos indígenas- abarcando tanto los niveles temáticos como geográficos; vi) Articularse como sistema relacional de manera de poder expresarse e INTERVENIR POLÍTICAMENTE para incidir nacionalmente, en la real dimensión de los problemas que se enfrenten. Lo medio ambiental y ecológico, no es un slogan o para gente snob, significa el establecer en la aplicación de la normativa específica, las acciones correctivas a los procesos depredadores de la naturaleza que inciden perversamente en la calidad de vida del boliviano y especialmente de pueblos indígenas y comunidades rurales, además de los cinturones de pobreza en extramuros de ciudades, ya populosas y creciendo…
Si estos objetivos no son alcanzados con la celeridad que las circunstancias requieren, el pretendido bienestar logrado sobre la injusticia y en base a la depredación de los recursos, conducirá a conflictos inevitables y a desastres ambientales y ecológicos donde parte del pueblo boliviano crecientemente disociada y cuya continuidad en conflicto por el control de los recursos naturales enajenados en manos privadas y/o públicas, permanecerán en las desigualdades históricas; No debe olvidarse que es la mantención de este orden político administrativo por parte del Estado (público) y lo privado corporativo impuesto por la fuerza histórica en base a la cooptación de voluntades, como la mayor amenaza contra la que se debe enfrentar desde las acciones medio ambientalistas y ecologistas, junto a los sectores que desde su propia naturaleza organizativa, luchan contra la mayor depredación que se han venido suscitando los últimos cincuenta años en toda la geografía nacional y ahora con el crecimiento urbano y la fuerte migración campo ciudad, únicamente provoca mayor pobreza, desocupación, enfermedades y una informalidad creciente e incontenible que amenazará tarde o temprano a la estabilidad socio económica de imprevisibles consecuencias en los contextos socio espaciales urbanos, pues estos no serán rurales, lamentablemente. Lo ecológico amerita ser incorporado a la agenda política nacional desde la perspectiva no solo técnica científica, sino filosófica. El problema ecológico es, por su esencia, un problema social y debe concederse mucha atención a la síntesis filosófica de la experiencia transcurrida en los últimos cincuenta años, hasta su aplicación en la actualidad: esta no ha sido asumida por las políticas públicas nacionales y menos sub nacionales. La ignorancia supina de este tema, y al estar ausente de programas políticos de los partidos, pueden contribuir a una debacle ecológica y medio ambiental, que ya registra alarmantes datos, no asimilados por la sociedad, excepto un segmento comprometido junto a pueblos indígenas, que desde hacen años, claman vehementemente, por una acción objetiva y real para esta su angustia, que puede, por desidia gubernamental y política, llegar a sustituir el desarrollo sostenible, por la tragedia.