• • El suicidio de Hitler el 30 de abril de 1945, confinado en el Búnker de la Cancillería de Berlín, significó el fin del III Reich y posibilitó acabar la guerra en Europa.
• • El 8 de mayo de 1945 el mando militar alemán se rindió ante los aliados, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín, entre los mariscales Keitel y Zhúkov.
Nadie parece haber oído aquel 30 de abril de 1945, poco antes de las cuatro de la tarde, el disparo más importante de la II Guerra Mundial. Pero al abrir precavidamente sus secuaces la puerta de su estudio y echar un vistazo, Hitler yacía en un sofá muerto con un agujero del tamaño de una moneda pequeña en la sien derecha. Por su mejilla corría un hilo de sangre que había formado en la alfombra un charco de las dimensiones de un plato.
La mano izquierda del líder nazi descansaba sobre su rodilla con la palma mirando hacia arriba y la izquierda colgaba inerte. Junto al pie derecho de Hitler había una pistola Walther calibre 7, 65 mm, la suya, con la que se había disparado, y al lado del pie izquierdo otra del mismo modelo, pero de calibre 6,35 mm, sin usar. Hitler vestía su chaqueta de uniforme, una camisa blanca con corbata negra y pantalones negros. En el mismo sofá estaba sentada, también muerta, envenenada con cianuro, su flamante (es un decir) esposa desde el día anterior, Eva Braun, con las piernas encogidas y los labios apretados. La habitación olía intensamente a pólvora. La noticia corrió rápidamente por el Búnker de la Cancillería, de SS en SS: “Der Chef ist tot”, “el Jefe ha muerto”.
Hitler llevaba encerrado en el claustrofóbico recinto subterráneo, con alguna breve salida, desde el 15 de enero de ese año, cuando abandonó su cuartel general del oeste, el Adlehorst, en Ziegenberg, tras la catastrófica ofensiva en las Ardenas. El líder nazi había tomado entonces su tren personal para dirigirse a Berlín. Hitler llegó de noche a su capital, con las cortinas bajadas, y se dirigió discretamente, no estaba el ambiente para baños de masas, en coche a la Cancillería del Reich, entre las calles desérticas llenas de ruinas, para enclaustrase definitivamente en su búnker, una laberíntica construcción de dos plantas situada bajo el jardín del complejo, a bastante profundidad y destinada originariamente a servir de refugio antiaéreo.
El final de Hitler tres meses después por la vía del suicidio, hace 75 años, significó el fin de su régimen, aunque oficialmente el III Reich siguió existiendo, con su designado sucesor el almirante Doenitz, a la cabeza, y abrió la puerta a la rendición de Alemania el 8 de mayo y el fin de la guerra en Europa. Ninguna de las dos cosas era posible sin que Hitler saliera del escenario. Él lo sabía desde hacía tiempo y su empeño en aferrarse al poder a toda costa con la contienda ya perdida, arrastrando a toda Alemania a una última orgía de muerte y destrucción, es la demostración final de su carácter megalómano y despiadado.
Hitler no solo demostró una absoluta insensibilidad por su propio pueblo, alargando sus sufrimientos todo lo que pudo y tratando de llevarlo a la aniquilación absoluta, sino que atribuyó a los alemanes la derrota y los consideró indignos de él, y de sobrevivir. No se iba a mostrar más caritativo, desde luego, con sus víctimas: en su testamento, dictado la noche del 29 de abril a su secretaria Traudl Junge, una auto justificación y un intento de proyectar su odio.
Más allá de su propia vida, no hay un destello de arrepentimiento, reconocimiento de culpa o compasión algunos sino una reafirmación en todo su programa de violencia e inquina, y hasta un alarde de genocidio de una maldad repugnante. Lo único bueno que se puede decir de Hitler es que aquel 30 de abril, con su disparo, el mundo se libró de un ser infame.
A inicios de 1945, ni la ofensiva de las Ardenas ni los esfuerzos por echar más carne a la guerra en forma de la Volkssturm, los soldados reclutados entre los demasiado mayores o demasiado jóvenes para combatir donde murieron inútilmente más de 175.000 miembros de esas unidades, habían servido para revertir la situación de derrota en todos los frentes. En cuatro meses del año anterior las fuerzas armadas alemanas habían perdido más de un millón de hombres, la guerra aérea era casi unilateral, los submarinos ya no podían hacer nada. Claramente el fin se aproximaba. Pero Hitler seguía confiando irracionalmente en que algo pasaría. En el fondo era consciente de que para él no había ninguna salida.
En su ideario no cabía la rendición que equivalía a repetir la “puñalada por la espalda” de 1918. Toda su carrera política había estado encaminada a que no hubiera jamás otra capitulación “cobarde”. Además, era consciente, como lo eran todos los de su entorno, incluidos, como se vio, Goering y Himmler, de que su propia persona era el obstáculo para cualquier posible salida negociada de la guerra.
Todo lo que le quedaba, como recalca Ian Kershaw en su monumental y canónica biografía (Hitler, Península, 2000), era su puesto en la historia como un héroe alemán derribado por la debilidad y la traición. Sabía además que los Aliados no le iban a tratar con guante blanco si se rendía. Le esperaba una soga o algo peor que le aterraba: que le exhibieran prisionero y humillado en manos de los soviéticos como un monstruo de feria. Así que para él no había personalmente nada en juego.
Las habitaciones de Hitler en el búnker, un verdadero submarino de cemento, eran muy pequeñas y su vida se fue haciendo cada vez más constreñida a la vez que, allá abajo, se perdía la diferencia entre el día y la noche. Se solía despertar a mediodía y luego trasnochaba hasta la madrugada. Estaba ya muy deteriorado físicamente, demacrado, envejecido y con temblores en la mano izquierda. Reinaba a su alrededor una atmósfera de irrealidad. La noticia el 12 de abril de la muerte del presidente Roosvelt introdujo brevemente un rayo de optimismo. Hitler tenía la remota esperanza de que se abriera un frente anticomunista con la incorporación de Alemania. Pero el 16 de abril llegó la gran ofensiva soviética, con un millón de soldados bajo la jefatura de los generales Zukov y Konev y se hundió todo el frente del Oder: Berlín ya estaba a tiro. El 20 de abril, el último aniversario de Hitler, que cumplía 56 años, los tanques del Ejército Rojo ya estaban en los arrabales de la ciudad. Kershaw un oficial alemán, desde ese día llamaba desde el búnker al azar a números de la guía telefónica: “Perdone, señora, ¿ha visto usted a los rusos?”. “Pasaron por aquí hace media hora, formaban parte de un grupito de doce tanques”, le contestaban al otro lado de la línea.
Eva Braun llegó para quedarse y los cabecillas nazis acudieron a felicitarle, suplicándole que se pusiera a salvo en su refugio alpino, a lo que él se negó. Luego se fueron marchando, a paso rápido. El Führer tras aplicarse su colirio de cocaína, uno de los muchos remedios que tomaba, subió las escaleras hasta el parque de la Cancillería del Reich para premiar a veinte miembros de las Juventudes Hitlerianas, algunos casi niños, que se habían distinguido en las luchas en la ciudad. Les acarició las mejillas dejando en el aire una imagen de pederasta que es lo único que le faltaba. Luego regresó a las entrañas de la tierra para no volver a salir vivo.
Esa noche, Junge, su Secretaria, le oyó decir que ya no creía en la victoria. Hubo una fiesta nocturna en el piso superior, a la que Hitler no acudió, pero si Eva Braun y bailó animadamente con Martin Bormann. El fin de fiesta lo puso un ataque de la artillería soviética. Había un ambiente de fiebre erótica y lujuria entre los habitantes del búnker, cuando Hitler se iba a dormir, digno de Portero de noche. Champán no faltaba y no tardaron en llegar las rondas obligatorias de vodka, kazachok y papasha.