ECOOSFERA
La soledad es la quietud y la tormenta sucediendo al mismo tiempo. En un cuarto, o quizás en un bosque: un espacio íntimo y vital en el que se desarrollan diálogos introspectivos, confrontaciones, incluso iluminaciones.

Pero esta condición humana, la soledad, tiene su historia: un largo camino de censura, que data de muchos siglos atrás. E inclusive puede achacársele cierto elitismo: ser un espacio al que sólo pueden acceder algunas personas, como los clérigos en la Edad Media, los científicos o los artistas. No obstante, en la historia es recurrente la percepción de la soledad como algo nocivo; un acto de aislamiento y no de cualidad (que es lo que el sufijo “dad” de la palabra soledad significa).
La soledad puede ser vista como locura, como autoexclusión que sólo un sujeto peligroso y raro podría desear. Un pensamiento aún más voraz en una sociedad como la nuestra, donde se puede optar por nunca estar solo. En este sentido, ¿cómo podemos comprender la soledad y evitar, así, sus vericuetos más oscuros?
Un consejo de Tarkovsky para aprender a transitar la soledad

Hay soledades valientes, que parten de una decisión personal. Aquellas son las más sanas: las que no provienen de la imposición o del castigo (externo o interno). Es esa soledad bajo la cual tantas cosas grandiosas se han hecho: viajes históricos, literatura exquisita, composiciones delirantes; una soledad que incluso la psicología considera catalizadora de la creatividad, según algunos estudios.
La soledad que no es una “huida desafortunada” del tedio, como cuando vemos a otras personas unicamente para huir del aburrimiento. Es el tipo de soledad que el cineasta Andrei Tarkovsky recomienda, en un mensaje que dio a las jóvenes generaciones en una entrevista:
[….] me gustaría decirles que aprendan a estar solos y procuren pasar el mayor tiempo posible consigo mismos. […] Cada persona necesita aprender desde la infancia cómo pasar tiempo con uno mismo. Eso no significa que uno deba ser solitario, sino que no debiera aburrirse consigo mismo, porque la gente que se aburre en su propia compañía me parece que está en peligro en lo que a autoestima se refiere.

Esa soledad que plantea Tarkovsky es contraria a la soledad trágica, como aquella retratada en el final de la icónica novela de Gabriel García Márquez, en el que se lee: “Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
La soledad estigmatizada como condena (a la que recurre Márquez) es algo que en realidad pertenece más a nuestros tiempos, cuando la soledad se acentúa, paradójicamente, mientras más “hiperconectados” estamos. Pero esa sí es una soledad nociva: aquella de la que ya no podemos desprendernos, y que sentimos aún estando rodeados de gente. Por eso, cuando estamos solos siempre está latente la miserabilidad: la probabilidad de nunca dejar de sentirse solo, una vez que se conquistó la soledad.
Al consejo de Tarkovsky habría que sumar los riesgos de esta soledad para evitar caer en ella. Quizá la mejor manera de hacerlo sea comprendiendo que la soledad necesita de bases filosóficas más cercanas al pensamiento oriental, que como Carl Jung pudo estudiar, piensan al individuo como una idea (necesaria para transitar la existencia), pero que ultimadamente somos esencias cósmicas, partes de un todo que va más allá de lo material.
Y, de verdad, estamos solos

El escritor mexicano Octavio Paz, en su libro El laberinto de la soledad (donde la palabra soledad se repite 93 veces) busca comprender los orígenes de una soledad exclusivamente mexicana, pero su abordaje nos permite develar la noción del individuo occidental:
El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusión –como a veces lo es el de inferioridad– sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos.
Es verdad (y como entre líneas dice Paz) que cuando tenemos un cuerpo somos un solo ser, único e indivisible, que está precisamente solo. Pero ello no debe llevarnos a reivindicar una soledad ególatra, contraria completamente a cualquier sed de colectividad. Porque si bien la soledad es responsable de grandes creaciones, también lo es la comunidad, algo que los indígenas entienden muy bien, desarrollando complejos conceptos y prácticas en torno a la vida comunitaria.
Así que lo mejor que podemos hacer es seguir el consejo de Tarkovsky: aprender a estar solos y no recurrir a los otros por tedio o por miedo a lo que no entendemos. Pero sobre todo, jamás permitir que eso nos deslinde de nuestro ser colectivo: de pensarnos a través del otro, de su presencia, de su creatividad y de la seguridad de que, a fin de cuentas, somos seres sociales y un ente cósmico.
