ECOOSFERA
Es curiosa la paradoja contemporánea. Jamás la humanidad había tenido tantos potenciales y capacidades para experimentar la realidad placenteramente, pero quizá nunca la depresión se había hecho tan epidémica, desatando una especie de crisis existencial colectiva.
Contrario a otras cuestiones sociales, es imposible hacer un índice sobre los niveles de depresión en la historia y compararlos con los de hoy. Pero lo cierto es que no es muy arriesgado postular lo anterior, ya que cuando uno piensa en las condiciones de vida de hace 100 ó 200 años –o ni se diga 500 años–, es realmente sorprendente lo que podemos hacer: desde alumbrar un cuarto para leer hasta viajar al otro lado del mundo en pocas horas y conectarnos online para acceder un acervo sin límites del conocimiento humano.
Podríamos entender que antes el espíritu fuera más susceptible a la depresión –o a la melancolía, como se conocía a la depresión hasta el siglo XX. Esto debido a las precarias condiciones de vida, a que las enfermedades eran más mortíferas, a que casi nadie podía acceder al conocimiento o al arte. Pero la verdad es que, al parecer, la depresión es un mal moderno a pesar de que contamos, relativamente, con mejores condiciones de existencia.
Quizá Freud tenía razón: la depresión ocurre en un individuo cuando el consciente es… demasiado consciente.
O en lenguaje freudiano, cuando el superego es dominante.
El superego es la instancia encargada de reprimir los placeres de nuestro yo y del ello, la parte más primitiva en nosotros. Al parecer, el superego no es capaz de hacer frente a todos los estímulos que se nos presentan en la actualidad, ni a toda la conciencia que nos otorga esta era de hiper-conectividad tecnológica.
Vivimos demasiado conscientes de todo lo que nos rodea, y de lo que no nos rodea también.
Nos enteramos de todo, desde injusticias mediáticas hasta desastres naturales al otro lado del mundo o el ascenso de la ultraderecha en Brasil –no por nada ver noticias se ha vuelto motivo de estrés. Somos más conscientes, también, de las enfermedades: de lo que produce en el organismo dormir o comer mal. Y sabemos del mal que le ocasionamos al mundo con nuestra cultura del plástico, cuya omnipresencia hace nuestras vidas más fáciles al tiempo que más desechables.
Además, estamos perpetuamente sobrestimulados, lo que está haciendo nuestras expectativas cada vez más difíciles de satisfacer. Los efectos especiales nunca dejan de mejorar, hay un infinito catálogo de nuevas series en Netflix y podemos llenar nuestro iPhone de música que jamás escucharemos.
Por si fuera poco, nos encontramos brutalmente alejados de la naturaleza, escindidos por completo del contacto con ésta. Nos hemos dejado absorber por un estilo de vida cada vez más urbano y artificial, alejado de los rituales y lo sagrado que es esencial en la naturaleza, lo que sin duda se reciente en nuestra psique como un estado de permanente duelo. Y los duelos, según Freud, también promueven la depresión, sean reales –por la pérdida de un ser querido– o simbólicos –por la pérdida de la naturaleza–. Pero, ¿cuál es la solución a todo esto?
Conectarnos menos a Internet y reconectar con la naturaleza y el inconsciente
Si es un exceso de conciencia lo que nos tiene así, habría que buscar dejar de estar siempre hiper-conectados y tan conscientes de todo. Porque la conciencia no es mala: nosotros creemos que es vital expandir una nueva conciencia contemporánea. Pero ésta implica valorar el inconsciente: dejarse guiar por instintos como la intuición, darle un poco de espacio a la espontaneidad, y regresar a la naturaleza: a sus rituales y sacralidad.
Por eso en estos tiempos se debe buscar quietud, silencio y espacios naturales donde pasar el tiempo. De hecho, reconectarnos con la naturaleza es, según Carl Jung, volver a nuestro inconsciente. Y eso es lo que necesitamos hoy, más que nunca, para aquietar al superego.
Esto significa que debemos saber combinar la rutina con el ritual, y el ritual con lo inesperado. Aprender a meditar, usar menos redes sociales, salir a caminar, y nunca subestimar el poder del contacto real con otra persona. Y también aprender a observar y no sólo mirar, a escuchar y no sólo a oír.
Estas son algunas dosis justas de placer, gozo y felicidad que, creemos, pueden contrarrestar los nocivos efectos de la tecnología sobre nuestra psique. Y es urgente ponerlos en práctica para combatir la crisis existencial colectiva por la que atravesamos.