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Por Ramón Grimalt
Había tomado una decisión y no iba a echarse atrás porque después de cinco años matando agazapado entre los escombros de lo que quedaba de Homs consideró que era suficiente. “Una vez más. Sólo una”, se dijo afianzando el rifle en un parapeto. El lugar era idóneo. Le había llevado una semana encontrarlo, mientras cientos de personas huían del avance de las tropas del gobierno. Su misión consistía en entorpecer aquella fuga convirtiéndola en un infierno, sembrando el pánico entre hombres, ancianos, mujeres y niños.
A él no le importaban los motivos. Lo suyo estaba claro: matar. Cuantos más enemigos del estado, mejor. No sabía hacer otra cosa. Lo supo desde un principio, cuando fue condecorado por el presidente como mejor tirador de su promoción en el cuartel. Desde entonces disparaba para vivir. “Es un oficio como otro” resolvió, escudriñando la calle en procura de una víctima. La última.
No tuvo que esperar. Apareció de la nada, pasando entre un montón de muebles destrozados cubiertos por humo gris. “Ahora”, asumió calibrando la mira, con el dedo índice en el gatillo. Sonrió lobuno, excitado por la presa que iba a cobrar. Había perdido la cuenta. Tampoco importaba. Calculó la distancia, unos 350 metros, apuntó y… Se detuvo. Una mujer llevaba en brazos un bebé. Su mente le transportó a Damasco, su casa, esposa e hija. Y musitó un verso del Corán: “Alá no necesita de su carne, ni de su sangre, sino desea que tengáis piedad”. Ibrahim ya no mataría.