Por Ramón Grimalt
Nunca he salido de las cuatro hectáreas. No sé qué hay más allá. La verdad, tampoco me importa demasiado. Aquí tengo lo que necesito. No soy ambicioso. Sólo espero mi buena ración de avena todos los días, muy temprano, casi al despuntar el alba. Jacinto me la sirve aún somnoliento. Es un buen tipo, aunque algunos digan lo contrario. Conmigo nunca ha tenido que utilizar la fusta. Yo sé hacer mi trabajo. Lo hago bien, al menos no hay quejas. Basta con que se ajuste bien el arnés y yo tiro. Da igual si es un arado o el coche del señor. Ahí voy, sin pensarlo demasiado. Y pueden ser dos horas o quizás alguna extra. Da igual. Yo sigo. Pero ayer me dolió la pata izquierda. Fue de repente. Empezó con una molestia que creí pasajera, tal vez un mal gesto. Pero no. Renqueé cuando menos se lo pensaba Jacinto. “¿Qué te pasa, Bayo?” preguntó y yo moví la cabeza negando. Claro que por dentro sentí que el tiempo empezaba a pasarme factura. Joder, el tiempo, esos años. Y los que vendrán. Pero lo dicho. No tengo previsto salir de las cuatro hectáreas.
Hace un rato Jacinto me sirvió mi ración de avena. No he perdido el apetito. Supongo que eso es bueno. Ayer, me friccionó la pata con un ungüento que olía fatal. No tolero demasiado los olores fuertes. Debe ser por mi madre. La conocí poco. En cuanto dejó de amamantarme se la llevaron y no la volví a ver más. Pero Turco, me cuenta que era fina. Su estampa era imponente. Asegura que ella no pertenecía a la granja, que estaba para cosas mayores. Sobre mi padre nadie dice palabra. Mejor. No quiero líos de familia. Y Turco lo sabe porque tampoco le pregunto. El viejo percherón es discreto. Jacinto confía en él. Nunca le ha dado un disgusto salvo envejecer. Creo que eso nos pasa a todos. O nos pasará.
-¿Te acabaste la avena?
-Sí, Turco.
-¿Y esa pata cómo va?
-Molesta.
-Ya vendrá Jacinto a ponerte esa mierda de nuevo.
-Eso espero. Apenas pude dormir anoche.
Turco pifia bajito. Y hasta creo que sonríe. Porque nosotros también sonreímos a pesar de nuestra eterna mirada triste y lánguida.
-Tienes que cuidarte, Bayo-me dice Turco circunspecto-He escuchado cosas.
-¿Qué cosas?
-Cosas.
-¿Y qué tenemos que ver nosotros?
-No sé. Aquí siempre se ha cortado por el lado más débil.
-No te entiendo, Turco.
El percherón bate la cola.
-Escuché a Jacinto hablando con ese tal Reinaldo.
-No me gusta ese tipo.
-A mi tampoco. Pero déjame terminar. Resulta que le decía que los señores quieren vender la granja. Corren malos tiempos. Es verdad. Ya no producimos como antes. Mira el vecino. Se ha comprado unas máquinas.
-¿Es ese ruido insoportable?
-Exactamente. Pero las máquinas son más útiles que nosotros. No se cansan y tampoco comen.
Callo, otorgo y pregunto:
-¿Y qué será de nosotros si venden la granja?
Obtengo la respuesta casi de inmediato. Jacinto entra en la cuadra. Viste como siempre: camisa a cuadros, pantalón de pana, algo gastado en las rodillas, y botas altas, de trabajo.
-Ven para acá, mi buen Turco- dice acariciándole la cabeza con cariño. Ya he dicho que es un buen hombre- Tú y yo nos vamos de viaje.
Turco me mira. Sus ojos se humedecen. Interpreto una despedida. El principio de algún fin. O el fin de algún principio, eso no lo sé.
Jacinto huele a alcohol. Es aficionado al vino. Alguna vez lo he visto marearse. Incluso dormir allí, sobre la paja. En sus sueños pronuncia un nombre: “Irene”. Creo que es un amor abandonado entre las tinieblas de su mente. O quizás no. El ser humano es demasiado complejo. Tampoco me interesa comprenderlo. No estamos para eso. Y vuelve a acariciar a Turco y él lo agradece bajando la testuz, humilde, generoso, noble, leal. Es lo que se le exige a un percherón. Están diseñados para eso. Yo no sé para qué lo estoy. Tampoco es algo que me quite el sueño.
-No, hoy no usarás el arnés, mi amigo-desliza Jacinto-Vamos de paseo. Anda, despídete de Bayo.
El percherón no necesita demasiadas palabras.
-Bueno, creo que esto es todo-me dice con un tono suave, reposado, sereno-Te veré cuando te vea.
-Hasta pronto, Turco.
-Espero que no sea pronto. Sentencia mi compañero. Hemos compartido raciones de avena, lodo, sol y lluvia. He sentido sus penas y sus alegrías. Me ha cuidado. Y ahora se va. Se lo llevan. Abandona la cuadra. No mira atrás. Tampoco le hace falta. Camina despacio, como siempre, hasta perderse en el atardecer. Podría ser una escena romántica o épica. A mí me parece todo lo contrario porque Jacinto esta vez no cierra la portezuela. Pienso que me vendrán a buscar, que soy el próximo. Aquí no hay nadie más, salvo las ratas. Viven debajo del cobertizo donde se alimentan de todo. O de nada. Las oigo correr. Me desesperan. Alguna asoma su cabeza. Otra esa cola larga y anillada. Son como ese tal Reinaldo: turbias y sinuosas. El mismo que acaba de entrar.
-Uh, Bayo-me dice condescendiente-Ven. Te voy a llevar a un sitio. Te va a gustar.
“No creo que me guste. Aquí estoy bien”, pienso pero él no me entiende.
Creo que voy a resistirme. Alguien dijo quien resiste gana.
-Oh, amigo. No lo hagas difícil…
No te lo haré difícil. Si no imposible. No creo que puedas sacarme de aquí.
-Vamos, Bayo. No quiero usar esto.
Reinaldo, chaparro, panzón, calvo y desagradable saca la fusta. Nunca la usaron conmigo. Esta es la primera vez.
-No me obligues a usarlo.
Es una amenaza. Pero no debo tener miedo. Turco siempre dice que vengo de una estirpe de valientes. Mis antepasados estuvieron en batallas. Muchos murieron. Otros vivieron para contarlo.
-Vamos, de una vez-insiste Reinaldo tratando de sonar firme-Sólo deja que…
Pataleo. Me encabrito. Busco la furia que hay en mí. La herencia. Esa sangre árabe.
-¡Soo! ¡Calma Bayo!
Reinaldo levanta la fusta.
Su gesto es torvo. Malvado. La mirada fija. Inyectada en sangre. Y cae el primer golpe. Curioso. No me duele. Pero pica. Y cae el segundo, justo en la grupa. Este duele.
-¡Vamos Bayo! Insiste el capataz. O lo que sea ese hombre.
Y cae el tercer golpe. Y el cuarto. Y claudico. El dolor atraviesa mi cuerpo, circula mis venas, aturde mi cerebro. Veo miles de estrellas. Incluso a mi madre. Afuera todo es quietud. Trastabillo. Esa maldita pata izquierda. Paro una oreja. La brisa me trae el rumor del pueblo, a lo lejos. Veo sus luces. Intento buscar algún rastro de Turco. No lo hay. Apenas distingo sus huellas en el lodo. Sí, el barro. Sangre y barro. Camino. Un paso tras otro. Reinaldo ya no tiene que empeñarme. Asumo mi condición. Me pregunto qué hay más allá de las cuatro hectáreas. ¿Habrá vida? ¿Quizás esperanza? Dicen los humanos que si hay lo uno, hay lo otro. Pero es lo que ellos dicen. A mí me tocó siempre trabajar. En cuanto levantaba la cabeza sólo veía la cerca. El límite. Recuerdo que una vez llegué hasta allí. Todo era verde. Demasiado. Las colinas rodeaban el valle. A la derecha crecía una arboleda. A la izquierda, el pueblo. La gente. Los seres humanos y sus criaturas. El ruido. Nunca me gustó el ruido. Aceptaba, eso sí, el canto de los pájaros. Incluso la charla entre Jacinto y Reinaldo. Decían boberías. Yo no puedo decirlas. Soy un caballo. Nosotros no decimos tonterías. Las obedecemos.
-Así me gusta. Obediente. Dice Reinaldo.
Eso es lo que ellos quieren de nosotros: obediencia. Y la obtienen. Pero obediencia no es sumisión. Obediencia no es rendición. Es obedecer. Sin más. Ellos mandan, yo obedezco. “Ahora tira para la derecha”. Y yo tiro a la derecha. “Ahora tira a la izquierda”. Y yo, para la izquierda. Come. Como. Duerme. Duermo. Sueño. Allí no entra nadie. ¿O creías que no soñamos? ¿Qué quizás no vemos más allá de los…¬ Ahí te equivocas. Todos soñamos. Al menos hasta que se acaba. Porque, indudablemente, se acaba. Se va a acabar.
Ella viene a toda velocidad. Supongo que es más rápida que yo. Arrasa todo lo que encuentra. Levanta polvo. Oigo voces.
-¡Paradla! ¡Paradla! ¡Que va a matar a alguien!
Volteo a la izquierda. Ella no tiene control. Es gracioso: está desbocada. Eso decían de alguno de nosotros que decidió que ya era bastante y no obedeció. “Caballo loco”. A ese también se lo llevaron. Nunca más lo volví a ver. Creo que fue Turco. Él me contó que tal vez lo sacrificaron. No se acepta un caballo desobediente. Puede montarse a todas las jacas de la comarca pero no se permite la desobediencia.
-¡Paradla! Gritan tres hombres desesperados corriendo detrás de ella. Es imparable. Ni siquiera la detienen las rocas. Alguna se parte a su paso. Es muy fuerte. Tecnología japonesa. De pronto la máquina gira a la derecha. Reinaldo está expuesto. Está en peligro. Lealtad. Esa era la palabra que me faltaba. Muevo la cabeza. Despejo los recuerdos de mi mente. Ya no existen. Sólo soy un caballo. Tengo que hacerlo. Como tiene que ser; como siempre ha sido. Y será.
-¿Pero qué haces? Exclama Reinaldo.
Su voz se atropella. Yo he tomado una decisión. La vida se me va en ella. Al menos esta vida. Ignoro si hay un cielo para los caballos. Calculo un metro. Bastará un salto. Me impulso con la cuartos traseros. Me pregunto si habrá dolor. Da lo mismo. Y sucede. Sólo sucede. La sangre salpica mis ojos. Se me nubla la vista. Lo último que veo es a Reinaldo sobre el barro. La máquina ronronea como un gato y se detiene. Tornillos y engranajes. Aceite y fluidos. Algo apesta a quemado. Una rata asoma el hocico. Ya he dicho que las detesto. Están por todos lados. Reinaldo se me acerca. No lleva la fusta. Eso me tranquiliza. Los hombres que corrían detrás de la máquina llegan hasta mí.
-¿Pero habéis visto eso? Dice un tipo con una barriga prominente a dos compañeros de faena.
-No, esto es inaudito. Responde uno de ellos.
-¡Es increíble! Exclama el otro.
Al fin interviene Reinaldo con los ojos humedecidos.
-Es un caballo. Siempre un caballo.
Cae la noche y con ella mi último suspiro. El último en las cuatro hectáreas.