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Cultura Colectiva

¿Qué tienen en común todas las mujeres? Fácil, dan miedo.

Hayan nacido con una vagina entre las piernas o no, cuenten con grandes o escasos senos, se adapten natural o virtualmente a los comportamientos del llamado “segundo sexo”, la presencia de lo femenino en ciertos seres humanos infunde temor. La razón se puede acotar rápidamente en que son personas de fiereza indomable; ese proceder enigmático, movimientos de ligera pero efectiva sensualidad y las cualidades exactas de supervivencia autónoma ante el supuesto reinado del hombre, es símbolo de algo más complejo y que no puede controlarse con celeridad.

 Ser una mujer por principios biológicos o estándares políticos –sociales y personales, por ende– es una declaración que poco a poco, con el paso de los años, se ha adaptado a los cánticos de guerra y perfección desafiante. La feminidad, en tanto rasgo cultural como propiedad natural, es el rostro perfumado del terror a ser castrado, a poseer el placer y lo que no se comprende a botepronto. La peligrosidad del acto sexual o del no ser hombre son quizá los principales rasgos de la aprensión que se tiene ante la fémina erguida cuando no consumada.

En aquellos escenarios donde la mujer ha retado los estándares convencionales, casi canónicos de nuestro comportamiento tradicionalista, dejando de ser ese cuerpo sumiso, expresando ya ideas provenientes de su propio cerebro y actuando conforme a los deseos que clama su ardor sexual, lo ha hecho para convertirse así en la bruja, la maldita. Una vagina dentata que sólo descansará hasta haberse tragado todo pene sobre la tierra, después claro, de saciar el hambre lasciva que en ella siempre reside.

El simbolismo de los dientes como elemento de poder se ha transportado a otros objetos en el mar del tiempo, dotando de imponencia y dominio a la fémina que les porte. Accesorios que con la misma estridencia equiparan la amenaza gravitacional de un falo erecto o la exposición de una voz aguardientosa desde hace centurias. Producciones materiales que viajan de la idea mitológica, del imaginario enfermizamente freudiano, a la formalización tanto de un estandarte como de una insignia honorífica. Un artículo  apabullante que se carga para sentir aún más la potestad.

Por ejemplo, ese detalle en el vestir femenino que habla de cierta aristocracia, pero que también fue señal de amenazador disfrute coital o ejercicio obstinado de soberanía, ha recibido a través de las culturas el nombre –o la repetitiva figura– de gargantilla. Quizá un lazo. Con seguridad una horquilla. Audazmente hoy sería un chocker.

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Desde el uso sofisticado que Marie Antoinette dio a la pieza, esa señal corpórea de sensualidad y delicadeza ha fungido un papel decisivo en el terreno de lo denodado.

Incluso antes que ella, una dorada “B” pendiendo de la gargantilla que caracterizaba a Anne Boleyn es muestra de orgullo, identidad y disfrute de su propia persona.
La aristocracia francesa, por mencionar a grandes grupos que le adoptaron, vieron en su forma un tributo catártico a los antepasados guillotinados en épocas de la revolución.

Las mujeres que gozaban de su sexualidad y se dedicaban a compartir una satisfacción carnal, tomaron la prenda como un sello de identificación. Allí está “Olympia” (1865) de Manet como muestra del desdén autoritario.

Pensemos en el impacto de Sex –la legendaria boutique punk de Westwood y McLaren– cuando promovieron la influencia BDSM en las contraculturas europeas; impactando colateralmente en la consciencia emancipada de lo femenino.

Con mayor cercanía a nuestra era, Courtney Love y Melissa Auf der Maur le portaron con un claro apoderamiento estético de la idea de ser mujer y regocijarse en sus alcances.

Y qué decir de la joven pero exquisitamente sugerente Natalie Portman en “León” (1994). Ese elemento clave que acompañó a la niña en su paso de la inocencia febril al descubrimiento rapaz del mundo. Sólo con un único sentido: asirlo.
Gigi Hadid o Lily-Rose Depp pueden ser nuestros referentes de actualidad en la pieza. ¿Hacia dónde se dirige hoy su uso?

Vestir es construirse. Tomar la representabilidad de determinadas estructuras, valerse de la performática en elementos concretos del cubrir, evidenciar lo que somos. Es prestar a la lectura aquello que no nació en palabras y, sin embargo, bien se dispone a lo textual. El chocker es aquella herencia de la gargantilla que refleja poder y facilita el autoreconocimiento como ser de magistratura, pero sobre todo de feminidad abrumadora. Es un vestigio de historia que atraviesa nuestro pensamiento sólo para obviar lo que de principio ya no es un misterio: la mujer siembra el miedo y con todo sentido