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Cultura Colectiva

Corrían los años 70 y la historia de cinco hermanas conmocionaba al mundo; su corta edad sorprendió a todos cuando decidieron quitarse la vida. Muy a pesar de los múltiples intentos de la psicología y la familia por ayudarlas, estas chicas tuvieron que enfrentarse a la inclemencia de la sociedad, a las exigencias de la adolescencia y a los castigos extremistas de sus padres para reconocer la crudeza esencial de la vida. De por sí llevaban una realidad bastante complicada y lúgubre en casa como para haber aprendido las estrategias necesarias de supervivencia, y el escenario se hacía aún más dramático si consideramos la repulsión de su pueblo natal hacia su apellido, considerándolo como sinónimo de rareza y hermetismo.

Los Lisbon, en esa pequeña zona residencial de Norteamérica, se hicieron objeto de habladurías y sospechas fantasiosas al haber encontrado una mañana, gracias a los demás chicos del vecindario quienes mantenían comunicación con las jóvenes, a sus hijas muertas por toda la casa. En distintos lugares y bajo diferentes circunstancias, los cuerpos de las hermanas Lisbon se hallaron sin vida, quedando en el intrigante desconocimiento de la gente –incluso de sus propios padres– las razones por las que todas decidieron cometer suicidio.

Los padres de las chicas dejaron todo atrás; vendieron su casa, sus pertenencias y marcharon hacia un rumbo incierto. El recuerdo de Cecilia, Lux, Bonnie, Mary y Therese, quienes apenas tenían entre 13 y 17 años de edad, por el contrario, sobrevivió en el imaginario del barrio como esas niñas de trágica realidad.

Con esta trama se desarrolla un increíble libro llamado “Las vírgenes suicidas”, el cual fue adaptado al cine por Sofia Coppola en 1999. Este primer largometraje de la talentosa directora estadounidense rompía con la tranquilidad del público y con ese viejo estigma de “hija de papá” que había cargado durante mucho tiempo.

En el filme de la joven creadora que también estuvo a cargo de “Lost in Translation” y “Marie Antoinette”, se aborda crudamente una verdad que puede enunciarse de dos maneras distintas:

a) La negación de una vida que de por sí ya está negada, no es otra cosa más que la aceptación de otras formas para trascender.

b) La muerte es más grande que la vida si esta última consiste en vegetar sin ningún otro tipo de fin.

Dichos planteamientos, originales de Jeffrey Eugenides, autor de la obra literaria, adquieren un sentido extraordinario en el esfuerzo visual y la imaginación sonora de Coppola, mostrándose entonces como una historia completa y llena de emociones exquisitas que oscilan entre luces rosas y obscuridades carmesí.

En la estética inconfundible de Sofia, se encuentra este retrato íntimo y delicado que expone la fragilidad de la juventud en manos de una civilización nostálgica, obtusa, indiferente y ultraconservadora. Estas jóvenes de cristalina y pálida silueta son la transfiguración de cualquier humano alguna vez envuelto en ese tortuoso proceso de crecer en medio de adultos carentes de sensibilidad, de coetáneos crueles y sin sentido que se dirigen a un destino igual de vacío que el de los mayores.

Advirtiendo ese horizonte de sosería e incomprensión, de un monótono y vulgar porvenir, las hermanas Lisbon son el ejemplo perfecto de la desesperación que encuentra alivio en lo que podríamos pensar como cobarde renuncia, pero en realidad es la adhesión a un todo eterno, a un símbolo de mayor longevidad.

La versión fílmica de “Las jóvenes suicidas” es una alerta drástica, así como un poema de insólita elegancia, para lo que como especie humana conocemos bajo el nombre de «crecer». Es el punto extremo de las consecuencias que dirige la desalmada y cruel actitud de una sociedad que se haya incapaz de entender a lo diferente o a lo bellamente discrepante.