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Bendita locura

Por Ramón Grimalt

Sobre él se decían muchas cosas, algunas subidas de tono. Las comadres lo acusaban de haber matado a un hombre cuyo cadáver apareció flotando en las aguas del Guadalquivir. Los jubilados juraban que había sido camarada de armas durante la guerra. Uno de ellos, Hernán Machaca, afirmaba que había enloquecido después de la conquista del fortín Vanguardia. Entonces, los oficiales de alto rango premiaban a quien se presentara con la mayor cantidad de orejas paraguayas y aquel tipo bajo, ancho de hombros, la cabeza un poco grande, como la de una hormiga, las piernas fornidas, de agricultor acostumbrado a deslomarse de sol a sol en la chacra y una mirada de ojos oscuros que atemorizaba, se presentó con doce pares que sumaban veinticuatro. “Recibió la felicitación del comandante que le obsequió una botella de singani y un día de permiso en Villamontes”, contaba el benemérito Machaca, hombre de muchas palabras, anécdotas y ramas anexas de dudosa legitimidad.
-Rara vez baja a la ciudad-señala Antonia viuda de Torres ladeando la cabeza para escuchar la pregunta porque anda justa del oído-Cuando lo hace va solo. No se le conoce familia. Vive ahicito, en el Molino.
-¿Y habla con alguien? Pregunto, porque a eso me dedico.
-La gente se hace a un lado. La verdad que da un poco de miedo. Con esa espalda encorvada y esos brazos largos, que parecen llegar al piso. A mí me parece un mono.
-Creo que usted exagera, doña…
-Ni un poco, señor periodista. Está loquito el pobre. Enfatiza llevándose el dedo … a la sien.
-¿Cómo puedo llegar al Molino?
La viuda frunce el ceño.
-No se lo recomiendo. Ese lugar está maldito.
-No creo en maldiciones. Ya he visto mucho mundo. Demasiado.
Agradezco su tiempo a la señora y camino calle arriba. Cruzo una bulliciosa plaza donde ejercen los poderes locales, paso por delante de una catedral de piedras coloniales y una campana herrumbrosa, llego a un parque infantil y a una plazoleta dedicada a un héroe de la independencia, y a lo lejos distingo una modesta construcción de tejas rojas, paredes blancas y ventanas enrejadas. A medida que asciendo por el estrecho camino de tierra barajo enfoques para mi historia. Mi instinto me dice que no será una más. Llevo tres meses escribiendo sobre locos. He conocido a varios. Ahora ya no se les puede decir así por aquello de lo políticamente correcto. Visité a un tal Hermógenes en una institución mental en La Paz. Supe que era un hacendado que enloqueció cuando murió su primogénito y heredero, dilapidando su fortuna. Conocí a Marta en Santa Cruz. “Un día estaba bien, tomando el té con cuñapés y de pronto se olvidó de quién era. Nunca más se recuperó”, me comentó su hermana Encarnación. Compartí con Osvaldo en Cochabamba, un militar jubilado que creía que aún estaba en el frente y despertaba en medio de una escaramuza. Al fin, llegué a Tarija para saber si la leyenda del “Loco Macario” era verdad.
Estoy a punto de comprobarlo. Llamo a la puerta con un aldabón surgido de las páginas de la historia con la máscara de un león de hierro. Nadie abre. Insisto. Toc, toc. Nada. Me acerco a una ventana sin cortina ni visillo. No veo nada. Ni siquiera un mueble. Por un momento pienso que el caserón está abandonado. Lo confirman las telarañas que desafían la gravedad ceñidas al dintel de aquella puerta rugosa. Siento un olor penetrante a flores muertas. Proviene de un jarrón de porcelana de dudoso gusto con una china estampada bajo un paraguas. No puedo evitar un escalofrío que recorre mi espalda hasta perderse calle abajo. Le resto importancia. No soy un tipo cobarde, aunque sí precavido. De repente alguien trata de llamar mi atención.
-Oiga, joven-dice con la voz carcomida por el tabaco de mala calidad-Mejor vuélvase por donde vino. Ahí no vive nadie.
-Pero me dijeron que aquí…
-Nadie. Ya se lo digo yo. Hace tiempo esa casa estaba habitada por una familia de gringos.
-No puede ser, amigo-le digo a aquel hombrecillo menudo bajo un sombrero de fieltro de ala ancha que evidentemente no es de su talla-Aquí vive el señor Macario.
El hombre da un paso atrás, se lleva una mano al ala del sombrero a modo de saludo y sigue su camino como si nada. Entonces vuelvo a tocar. Al fin. Oigo pasos al otro lado de la puerta. No puedo evitar la excitación del momento, sobre todo cuando alguien recorre el pestillo de una cerradura que chirría como si no la hubieran engrasado en un siglo.
-¡He dicho mil veces que no quiero que nadie me moleste! Vocifera un hombre cargado de hombros, la mirada inyectada de sangre y la nariz rampante. No hace falta ser demasiado inteligente para deducir que es Macario. “El loco Macario”, para ser más preciso.
-Disculpe usted-digo con un tono tímido impropio de quien hace seis meses interpeló al mismo presidente en Palacio Quemado-Supongo que tengo el gusto de…
-¡Nada!-interrumpe el buen hombre-¡No quiero ningún producto anunciado por televisión!
-No soy un vendedor, usted se equivoca si…
-¡Pues a mí me parece un vendedor! De modo que si no le importa, ¡lárguese!
-Sólo quiero hablar con usted.
-¿Acaso no le han dicho por ahí que estoy loco, que soy un asesino y que colecciono orejas paraguayas?
Dudo un segundo y asiento.
-¡Pues ya está todo dicho! La gente tilda de loco a quien es diferente. A quien no entiende. Alguna vez usted se ha preguntado, señor, si no son ellos los que están locos. Porque, a ver, ¿quién marca el límite entre la locura y la razón? ¿La sociedad? ¿Alguien tiene la potestad y el derecho a decir esto es bueno y esto otro es malo? Dicen que estamos enfermos. “Enfermos mentales”. ¡Por mí se pueden ir al carajo! Y si usted me lo permite tengo cosas que hacer. Con su permiso.
Macario cierra la puerta y recorre el pestillo. Siento un ojo vidrioso surcado de pequeñas venas rojizas que vigila que me vaya. Y eso hago. Bajo dos escalones hasta quedar fuera de su alcance. Su actitud y su respuesta avivan la llama de mi inquietud. Estoy lo suficientemente picado para esperar a que anochezca. No será una espera larga. La tarde languidece tras la cordillera encendiendo el cielo de malva. Lamento no tener conmigo una cámara fotográfica para inmortalizar el momento. Cuando cae la noche se enciende la luminaria de la capilla de la Loma de San Juan y los grillos empiezan su concierto mientras las luciérnagas surcan el espacio como naves extraterrestres rumbo a la defensa de Andrómeda. Es precioso. Evocador. Pero no puedo distraer mi objetivo. De modo que me busco cómo trepar al primer piso. Es mi noche de suerte. Hay una escalera desvencijada pero servirá. Con cuidado para no despertar sospechas y que alguien pueda pensar que soy un ladrón, la apoyo contra la pared y compruebo su seguridad. Subo. De pronto alguien prende una luz. Es tenue. No parece eléctrica. ¿Será un candil o un candelabro? Me pregunto. Alcanzo la ventana. Agradezco que tampoco tenga visillos. La luz otorga un tono amarillento y rancio a aquella habitación. A primera vista no parece la habitación de un loco. O de un asesino. O de un coleccionista de orejas paraguayas. Las paredes están colapsadas de libros. Distingo volúmenes de toda época: encuadernaciones de cuero curtido, muy rústicas, algunas más mundanas, grabados en oro, papel gastado y raído, y sí, también algún que otro mapa de Dios sabe cuándo. Y ahí, en medio, está él, sentado en una butaca que a simple vista parece muy cómoda, leyendo a la luz de un candil. Me recuerda a don Quijote. El porte sereno, alejado de los ruidos cotidianos, el libro entre sus manos delgadas, de largos dedos, la mirada plácida, distinta a la del hombre irascible que no quería ser molestado y todo el tiempo del mundo para embarcarse en el pensamiento de otro para hacerlo propio.
“Si esto es estar loco. Bendita locura”, me digo contemplando aquel cuadro que no pertenece a esta época turbulenta. Me quedo en mi lugar, un poco incómodo. Siento una molestia a la altura de la espalda baja, quizás por la posición adoptada para no perder detalle de la escena. Imagino que Mozart interpreta su Réquiem en una sala contigua y más allá, en el comedor, aguardan sus invitados que, después de la cena y los postres, iniciarán una sobremesa con tertulia incluida. Envidio esa pausa sin espacio para el sobresalto mundano y entiendo a Macario. Desde su butaca ve transcurrir una vida que le resulta ajena y ésta, acelerada y frenética, discrimina a quien decide apearse en la penúltima estación para disfrutar de esas pequeñas cosas que olvidamos en el anaquel del progreso. Pero estoy filosofando. Miro el reloj, es bien entrada la medianoche y bajo de mi atalaya. Es probable que no escriba sobre la locura de Macario. O tal vez sí. ¿Cómo podría empezar? Ya lo tengo. “En un lugar de…” No, ahí se me adelantó Cervantes. Entonces, “Sobre él se decían muchas cosas, algunas subidas de tono”. Funciona.