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El hábito no hace a la monja

Por Ramón Grimalt

Conozco bien el asilo San Ramón. He estado varias veces, alguna como reportero para cubrir tal o cual acontecimiento; otra a título personal para visitar a un viejo combatiente de la Guerra Civil española (1936-1939) que hace tres años se llevó sus ideales a algún lugar del Cielo o el Infierno, hasta ahí no sé. Lo cierto es que a partir de la agresión de una monja a un adulto mayor se ha puesto en tela de juicio el trato que la institución dispensa a los internos. Como suele pasar en estos casos, basta una chispa para detonar el dudoso polvorín mediático y ahora resulta que todas las monjas y cuidadores de abuelas y abuelos son unos desalmados que se amparan en un hábito o un alzacuello para actuar con impunidad. En fin, qué se la va a hacer. Cuando se da pábulo a tanto infame en las condenadas redes sociales es lo que hay y toca comérnoslo todo con papas fritas y alguito de llajua.
Por eso, la otra noche dije en la tele que hay que procesar a la monja por el delito cometido pero en su calidad de ciudadana común y silvestre, como usted y yo. Porque ya me explicará si a alguno de nosotros se nos va la olla y empezamos a arrear a justos y pecadores en plena vía pública; ahí seguro acabamos dando explicaciones en un juzgado, como todo hijo de vecino sin padrinos en el ministerio público u otro escalafón del poder. Sin embargo, pedir una “liberación” como lo ha hecho la Confederación Boliviana de Religiosas y Religiosos es un desatino que una vez más pone en evidencia el encubrimiento corporativo en el seno de la Iglesia Católica que tanto ha contribuido a su descrédito. La hermana en cuestión debe saber que el hábito no hace a la monja y que esos golpes cobardes no pueden ni deben quedar en la impunidad; de modo que a dar la cara y a apechugar. Si de paso le apetece rezar diez rosarios y veinte padrenuestros por mí está bien, pero el camino a la redención pasa, obligatoriamente, por rendir cuentas a la justicia del hombre.
Otra cosa es empezar a buscar casos de abusos cometidos por miembros del clero contra adultos mayores; seguramente si se remueve adecuadamente el avispero algo se hallará porque los curas y monjas son humanos y humanas y cometen tantos pecados como cualquiera. Negar esta realidad equivale a cruzar la calle con los ojos vendados mientras todo el parque automotor de La Paz se pone acuerdo para dificultar lo que de por sí es caótico. Tampoco es demasiado justo hacer escarnio de un asilo que sobrevive a pulmón y beneficia a personas de la tercera edad en situación de riesgo. Me consta que no falta un plato de comida y una habitación decente; tampoco se niega un gesto amable, de cierta complicidad o una felicitación de cumpleaños, una manualidad para mantener atentos los reflejos y las habilidades perdidas por el paso de los años además de atención médica permanente. Sí, claro, es un asilo y quizás les falta ese cariño que sólo puede darle una familia y que el abuelo o la abuela tanto añoran.
Por cierto, ¿se ha puesto usted a pensar qué tan cerca estamos de llegar a esa edad y quién sabe si pertenecer a la lista de futuros inquilinos de un asilo? Mejor no. Aprovechemos ahora que todavía nos queda gasolina en el tanque