Agencias
Aguisa de epílogo a su inconclusa Que viva México (1930), el gran Eisenstein tuvo la idea, la necesidad visceral en verdad, de incluir varias secuencias dedicadas al Día de los Muertos. Era, lo admitió en alguna entrevista, no solo su homenaje a José Guadalupe Posada sino esencialmente la confesión del asombro que le provocó tan singular manera de relacionarse, en ánimo festivo, con la muerte, radicalmente diferente a la visión trágica que sobre ella se profesa en la cultura occidental, rasgo aquel, se le antojó, esencial para redondear por añadidura su mirada acerca de la confluencia de distintas vertientes culturales como rasgo definitorio esencial de lo mexicano.
Motivación semejante, su estadía en Oaxaca durante un 2 de noviembre, estuvo asimismo en el punto de partida del proyecto trabajado durante un quinquenio por Lee Unkrich, figura esencial de Pixar —tanto antes como después de su apareamiento con Disney—, y de la enorme bocanada de aire fresco aportada por la productora a la renovación del género de animación comenzando por Toy Story (John Lasseter/1995).
Unkrich fue co-director de Monstruos S.A. (2001); Buscando a Nemo (2003) y realizador en solitario de Toy Story 3 (2010), triada de títulos puntales del justo prestigio ganado por Pixar, cuyo impulso asomó empero algo alicaído justamente después de la asociación con Disney, alimentando generalizadas sospechas a propósito del efecto letal de las imposiciones de esta última sobre el desenfadado atrevimiento de un emprendimiento que daba la impresión de estar resuelto a poner de cabeza tanto los códigos formales como la visión de la vida estatuidos por el dibujo animado tradicional.
Es pues una excelente noticia el desembarco en las carteleras de Coco justo en medio del torrentoso aluvión de producciones “para niños”, respondiendo a la pelea a dentelladas de las productoras ávidas de hacerse de un espacio creciente en ese nicho de mercado de probada rentabilidad, sobre todo a causa de la institucionalización en la industria del entretenimiento de la pandemia de las franquicias.
Excelente noticia, reitero, puesto que Unkrich ha conseguido, después de no pocos forcejeos con Disney precisamente, regresar a las fuentes de Pixar redondeando una realización por demás pulida desde todo punto de vista, salvo uno que otro detalle opinable a los cuales me referiré más adelante. En grado imposible de saber el acierto pareciera deberse también, es justo anotarlo, al aporte de Adrián Molina, animador de ascendencia mexicana nacido en Estados Unidos, quien puso a su vez todo su empeño para involucrarse en el proyecto hasta lograr ser admitido en condición de co-director, amén de haber tenido a su cargo asimismo la coautoría de la historia al igual que del guion.
Miguel Rivera vive en el pequeño poblado de Santa Cecilia en el seno de una familia dedicada a la fabricación de zapatos. A diferencia de todos sus vecinos, los Rivera muestran una pétrea aversión a todo cuanto tenga que ver con la música. La causa, que se remonta a muchas décadas atrás, es el abandono del que fuera objeto Mamá Imelda, tatarabuela de Miguel y madre de su bisabuela Coco, cuando Ernesto de la Cruz, el marido de aquélla, resolvió marcharse espoleado por la ambición de hacerse famoso en la canción de su país, sueño hecho realidad antes de su trágica muerte aplastado por una campana, la cual sumó a su perfil rasgos legendarios.
Desoyendo las advertencias de la abuela Elena, quien administra con mano dura el hogar Rivera, en clara referencia al peso vigente del matriarcado en la sociedad mexicana, el pequeño Miguel escucha el llamado de la sangre aventurándose a dar rienda suelta a su pasión por la música. Cree llegada la oportunidad de probar suerte en el concurso que con motivo del Día de los Muertos tendrá lugar en la plaza principal del pueblo. Sin embargo, un incidente lo manda de visita al mundo de los muertos donde, a tiempo de tratar de encontrar al mítico de la Cruz, deberá dar asimismo con algún familiar que lo ayude a regresar al de los vivos antes de finalizar la jornada.
A ese su viaje de iniciación, en el más cabal alcance del término, Miguel va acompañado de su fiel perro Dante y en el camino se les sumará Héctor, un alma en pena cuyo papel será por último esencial para la puesta en claro de los escabrosos entretelones de la historia de Ernesto, celosamente guardados en reserva por los Rivera o bien, es el caso de la nonagenaria Coco, perdidos en la bruma de los recuerdos a punto de extinguirse.
En el camino hacia la verdad y al descubrimiento del papel de la memoria, el protagonista transita por la jaranera agitación de los finados en el día a ellos dedicado, topándose con los esqueletos de figuras icónicas del imaginario popular: Cantinflas, Frida Kahlo, Selena, El Santo, Pedro Infante, Jorge Negrete, entremezcladas con alebrijes que cobran vida para completar un explícito homenaje a las costumbres y tradiciones del país donde se ambienta el relato. De tal modo, a diferencia del grueso de las producciones norteamericanas, del género que fuera, cuya mirada sobre las culturas de otros colectivos incurre usualmente en la esquematización exotista, Unkrich y Molina construyen al detalle un universo respetuoso, esencialmente con la idea de que existen dos momentos en la muerte: una inevitable, la del final físico; la otra que sí es posible impedir mediante el culto a la memoria de quienes se fueron, celebrando cada año el reencuentro con los suyos, responsables de preparar los altares de la bienvenida.
Amén de tan agradecible esfuerzo para apartarse del manual temático-formal de Disney es por demás disfrutable el trabajo de diseño y animación, sobre todo el desplegado en la genial configuración de ese otro mundo trabajado en base a una paleta cromática inspirada en la obra de los grandes muralistas mexicanos y en una suerte de “gótico mexicano”, tomado a su vez en préstamo de las atmósferas sugeridas en los cuentos de Rulfo y Gorostiza. Tan atrapante como aquel manejo visual del espacio habitado por los finados es el de los propios personajes del aquí, en particular la lenta mutación del rostro ensimismado de Coco a medida que va recordando, hasta volver a la plena vida cantando La Llorona en uno de los varios momentos emotivos que la narración maneja en general con la debida contención, consiguiendo emocionar a chicos y adultos con la inestimable ayuda de una banda sonora igualmente ejemplar.
Son identificables es cierto algunas secuencias en las cuales la sobredosis de almíbar amenaza con desequilibrar el tono medido de gran parte de la narración, así como puede ser opinable el moralismo un tanto excesivamente conservador sobre el rol de la familia tradicional. Se trata empero de yerros menores en una realización que nos reconcilia con un género abrumado por el cálculo y la manipulación de los resortes emotivos apuntados a la platea infantil.
No era por cierto nada sencillo trabajar una historia sobre muertos adecuada para niños evitando caer en la payasada caricaturesca so pretexto de evitar el temor que semejante asunto connota. El mérito mayor de Unkrich y Molina estriba en haber dado con el balance preciso para ensamblar un relato que divierte y conmueve sin dejar archivadas las aristas reflexivas igualmente implícitas en la cuestión.
Ficha técnica:
Título original: Coco
Dirección: Lee Unkrich
Co-dirección: Adrian Molina
Guion: Adrian Molina, Matthew Aldrich
Historia: Lee Unkrich, Jason Katz Matthew Aldrich, Adrian Molina
Fotografía: Matt Aspbury Danielle Feinberg
Montaje: Steve Bloom, Lee Unkrich
Diseño: Harley Jessup – Arte: Tim Evatt
Música: Michael Giacchino
Efectos: Itamar Belson, Harsh Agrawal, Amy L. Allen, Dustin Anderson, Eric Andraos, Mimia Arbelaez, Tyler Bay, Adrian Bell – Animación: Frank E. Abney III, Daniel Arriaga, Andrew Atteberry, Shad Bradbury, Joshua Dai
Producción: Darla K. Anderson, Mary Alice Drumm, John Lasseter
Intérpretes (voces): Anthony Gonzalez, Gael García Bernal, Benjamin Bratt, Alanna Ubach, Renee Victor, Jaime Camil, Alfonso Arau, Edward James Olmos, Selene Luna, Cheech Marin – USA/2017