¡Qué vistas habrá gozado Quasimodo, el personaje creado por Víctor Hugo, cuando se paseaba por los tejados de la catedral de Notre Dame en París! Observar la ciudad de noche desde todo lo alto, contemplar el correr del río Sena iluminado por las antorchas o respirar la brisa parisina en las noches de otoño debió ser un placer para el ser incomprendido que vivía en los campanarios de la catedral. Por desgracia, Quasimodo, uno de los símbolos mágicos de toda Francia, era rechazado por su extrema fealdad y su cuerpo jorobado que provocaba el rechazo en los que tenían la oportunidad de observar al ser que se columpiaba y caminaba con agilidad por los tejados de la catedral.
La soledad de Quasimodo era llenada no sólo por la extraordinaria vista de la ciudad, el cantar de las campanas o el murmullo de las misas que llegaba hasta su escondite; un conjunto de seres de apariencia tan extraña como la suya eran sus compañeros fieles de todos los días: las gárgolas. Esta especie de demonios alados, con gestos grotescos y dientes puntiagudos, han adornado gran parte de la arquitectura gótica europea, especialmente en iglesias y catedrales. Cuando las gárgolas comenzaron a proliferar en el arte gótico, los artistas que las realizaban las llamaban grifos.
En Alemania, a las gárgolas se les conoce como wasserspeier, «vomitador de agua»; el término guarda relación con el holandés waterspuwer, «escupe agua». En un fin práctico, las gárgolas sirven para decorar los desagües de los tejados. Por lo tanto, podemos hablar de una finalidad estética. Viajando al pasado más remoto, ya los templos griegos y egipcios tenían en sus estructuras seres parecidos a las gárgolas góticas para el mismo fin: desaguar los techos y fachadas. Así es que quizá los arquitectos de la Edad Media hayan tomado prestada la idea de culturas más antiguas para resolver estos problemas. Las gárgolas sobresalen de los techos y fachadas para chorrear el agua lejos de aquellas partes de los edificios susceptibles a la erosión.
Debemos tomar en cuenta que la arquitectura gótica se caracterizó por los elevados ornamentos y muros de gran altura que permitían al agua escurrir con suma facilidad por los pilares, muros y fachadas. Esto causaba daños a corto plazo, así que las gárgolas vinieron a solucionar y salvar la vida de las estructuras de las imponentes catedrales. Debido a la gran extensión de los canales que conducían el agua, los arquitectos tuvieron la oportunidad de que su imaginación volara por terrenos inimaginables, creando así a seres de compleja apariencia.
Sin embargo, las creencias y leyendas populares decían que también tenían la misión de ahuyentar al demonio y otros espíritus del mal, es decir, fungían como guardianes de las iglesias. Ese mismo conjunto de historias apuntan a una dirección opuesta: las gárgolas fungirían como un recordatorio de los tormentos y las aberraciones que existen en el infierno. La gárgola encarna al vigilante de apariencia amenazadora, el ser que acecha en la noche con mirada aberrante y sonrisa cínica para meter miedo en el alma de quienes pasan a su lado. Resulta inquietante que estos seres formen parte de la iconografía de las catedrales, lugares de santidad, meditación y tranquilidad. Pero existe una razón para ello: no todas las criaturas grotescas son parte exclusiva del mal o el paganismo: los mismos ángeles y querubines en la Biblia son descritos de formas bastante terroríficas:
«Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno. Sus piernas eran rectas y la planta de sus pies era como la planta de la pezuña del buey, y relucían como el fulgor del bronce bruñido.
Bajo sus alas había unas manos humanas vueltas hacia las cuatro direcciones, lo mismo que sus caras y sus alas, las de los cuatro.
Sus alas estaban unidas una con otra; al andar no se volvían; cada uno marchaba de frente.
En cuanto a la forma de sus caras, era una cara de hombre, y los cuatro tenían cara de león a la derecha, los cuatro tenían cara de toro a la izquierda, y los cuatro tenían cara de águila.
Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto; cada uno tenía dos alas que se tocaban entre sí y otras dos que le cubrían el cuerpo; y cada uno marchaba de frente; donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y no se volvían en su marcha.
Entre los seres había algo como brasas incandescentes, con aspecto de antorchas, que se movía entre los seres; el fuego despedía un resplandor, y del fuego salían rayos».
(Ezequiel 1,6-14 – Biblia edición del Peregrino)
La leyenda más antigua acerca de estos seres data de mediados de 600 d.C., un hombre llamado Romain, conocido como San Romanus, primer canciller del rey Clotario II, relata la aparición de un horripilante ser en las tierras de Rouen al que llama Gargouille o Goji. Este ser respondería a la apariencia que hoy se conoce sobre las gárgolas: alas de murciélago o dragón, aspecto de reptil y colmillos. San Romanus somete a la criatura con su crucifijo y crema sus restos en la ciudad de Rouen. Sin embargo, la cabeza de la gárgola no arde, por lo tanto, el hombre decide colocar la cabeza del ser en la iglesia principal de la ciudad.
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El arte gótico le ha dado a la humanidad la posibilidad de contemplar algunos de los milagros más hermosos de la imaginación.