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Cultura Colectiva

‘El ídolo eterno’ de Rodin, leído y admirado desde los principios del simbolismo, es una escultura capaz de darnos la dirección correcta para concebir al amor mismo.

A Rodin le recordamos principalmente por tres cosas: la famosa escultura llamada El beso, que ha inspirado por generaciones la pasión del ser humano, La Porte de l’Enfer, que provoca miedos y fantasías, y una relación tormentosa a veces tachada de oportunismo creativo con Camille Claudel. Sea cual sea la razón por la que Rodin se mantenga en nuestro pensamiento —incluso si es a partir de una marca de artículos de arte—, este genio estético es mucho más que lo imaginado.

Con obras que subrayan la importancia del deseo sexual y la liberación idiosincrática de su época, entre las cuales podemos nombrar a Iris, mensajera de los dioses o Mujer en cuclillascomo juegos de representación para la obscenidad hasta entonces oculta y castigada en sociedad, la producción escultórica de Rodin significa una demostración de la mujer en apogeo y un movimiento casi político del cuerpo y la emoción humanas.

Caso singular es el de El ídolo eterno, un complejo en mármol idolatrado por su alta carga erótica y su peculiaridad de elaboración. Las figuras de esta pieza en realidad no fueron pensadas o diseñadas para acompañarse una a la otra desde un inicio; éstas proceden de La Porte de l’Enfer y Rodin les ensambló en torno a 1890 para crear una nueva obra que tuvo éxito muy pronto.

Una vez fundidas en bronce y ya en conjunto a partir de 1891, el pintor Eugène Carrière le encargó una ampliación, tallada en mármol en 1893. El yeso existente es un vaciado de dicha obra, realizado a solicitud del mismo Rodin, quien apreciaba conservar la huella de sus obras; eventualmente realizaba otras versiones o jugaba con sus encuentros, justo como en este caso.

El título, L’Éternelle idole, corresponde así a uno de los periodos más creativos e ingeniosos de Rodin. Aunque él privilegiaba la forma con respecto al tema o a las ideas que atravesaban al arte, este título —como muchos otros de su autoría— se gestó después de su creación/yuxtaposición. Justo como la pasión y amor mismos.

De sugerentes posturas y un origen accidental, esta escultura cientos de veces revisitada nos recuerda en sus formas que para convertirnos en ese ídolo eterno:

Todo debe originarse en el encuentro fortuito de quienes se aman y, mientras más alejado de los planes sea el acierto las miradas, mejor.

Los que se adoran deben procurar que el diálogo de los cuerpos se sostenga en las líneas de lo espiritual.

Como amantes, la intuición y la contemplación entre los individuos debe trascender todo acto.

Se debe entender que lo visible es sólo un pretexto para hallar la expresión de las verdades eternas.

Necesitamos mantener un vínculo imperecedero y jamás supeditado a la realidad de nuestro momento.

Es menester de nuestra genuina entrega llevar al amante hacia el umbral de las sensaciones, el misterio y el ocultismo, olvidando los términos físicos de la conexión.

Los soportes de la colisión con el amante y nosotros mismos, aún cuando se mantengan en un estado bruto o caótico, no deben influir en la suavidad de los cuerpos hallados.

Bajo estos puntos que bien podríamos entender a su vez como principios del arte simbolista, movimiento en el cual se cobija ese Rodin creador de El ídolo eterno, se guardan también las claves para entender la colisión de quienes obedecen al acto de amor, de aquellos que —como este artista— se subyugan a la fascinación por el cuerpo desnudo del amante, pero que a su vez buscan un profundo pozo para ahogar sus impulsos y las vías para destinar al vínculo que se sostiene con las piedras irredentas del mundo.