ELEGANCIA
Desde hace seis años-y pronto serán siete-uso corbata todas las noches por imposición. Debo confesar que jamás me gustó usar esta prenda que, depende de quien la vista, otorga distinción y elegancia. Pero al mismo tiempo es un símbolo que durante los primeros días del proceso del cambio estaba identificado con la Bolivia criolla, patriarcal y neoliberal y por lo tanto proscrita. Usted que me lee y de hecho ya conoce lo que pienso, coincidirá conmigo en que lo segundo, me importa un comino; en cambio admito que presto a vestir esta prenda o accesorio, para ser más preciso, hay que hacerlo con dignidad, la misma que siempre tuvo mi abuelo Roberto. Recuerdo que los fines de semana, en casa, usaba una vieja corbata de su colegio londinense, Saint Paul’s, a modo de cinturón tal y como lo hace la mayoría de los británicos educados en las public schools de todo el país cuando, por ejemplo, atienden su jardín bajo el tenue sol de la tarde sabatina antes del té de las cinco que marca el fin de la jornada.
Cuando mi abuelo falleció –“passed away”, en buen y elegante inglés- me dejó dos cosas que valoro mucho: la Enciclopedia Británica y una selección de sus mejores corbatas. La primera es de visita forzosa y deliciosa cuando quiero escribir con propiedad y autoridad sobre este o aquel tema; la segunda me retrotrae a un tiempo sin duda mejor en que un viejo escocés y su querido nieto recorrían las calles londinenses perdiéndose en los parques privados de Knightsbridge bajo una persistente y típica llovizna mientras me contaba cómo mi tatarabuelo fue condecorado con la Victoria Cross, máxima distinción del Imperio Británico, tras sobrevivir a una fuga de prisioneros de un campo de concentración holandés durante la segunda guerra boer (1899-1902). Aquel distinguido caballero tenía una forma tan particular y seductora de contar aquellos episodios históricos que podía pasarme horas escuchándolo especialmente porque después, en la intimidad de la sala de estar en nuestro apartamento de Southgate Street, representaba las batallas con rigurosidad académica en lo formal pero con ciertas licencias afectivas que terminaban siempre con una victoria aplastante de los ejércitos de Su Graciosa Majestad. Aún conservo unos cuantos de aquellos soldados Airfix que, de vez en cuando, me invitan a compartir una experiencia memorable en su inoxidable máquina del tiempo.
Pero volvamos, por favor, a las corbatas. Entre aquellas que conservo a modo de homenaje a aquel hombre valiente y determinado que cruzó el Atlántico por amor, destaco una tejida en Harris Tweed, utilizando un técnica que data de principios de 1800 en base a seda y lana. Pero también un par de corbatas Dunhill, también tejidas, con pequeños detalles que las hacen elegantes y discretas, alejadas de las estridencias estampadas de mi bienquisto contertulio nocturno quien se considera a sí mismo muy elegante luciendo un pedazo de tela de dudoso gusto con ballenas surcando un océano de aguas rosadas porque alguien le dijo que “era muy moderno y estaba de moda”. En este aspecto mi abuelo me decía que un inglés educado huye despavorido de los dictados de la moda y cuando se compra ropa-naturalmente en Harrod’s- lleva pantalones y camisas a su sastre de Oxford Street para que quite la marca. “A mí no me pagan un penique por mostrar que uso Lacoste o Burberry’s”, repetía cuando salíamos de la sección de caballeros. De hecho, toda su vida mantuvo esos parámetros de comportamiento aprendidos en las rancias aulas de su “old school” y cuando un día, cansado de tanto vivir, sin su compañera al lado para consolarlo en la adversidad y la duda, decidió marcharse, se metió en la ducha, desayunó una taza de English breakfast y poco después, mientras el país se debatía entre los autonomistas de aquella Media Luna y el Gobierno de Evo Morales, abrió La Tempestad de su venerado William Shakespeare y simplemente dejó que Dios hiciera el resto sin hacer ruido. Eso es elegancia, sí señor.