Noticias El Periódico Tarija

Gonzalo Lema

Ni la familia, ni la débil escuela o la desesperante universidad educan a nuestra gente. En materia de educación, Bolivia tiene una propuesta que, en el mejor de los casos, sólo sirve para salir del paso. ¿Por qué dudamos y no apostamos, con verdadera convicción, en educación de gran calidad? No se ha advertido nítida voluntad política ni siquiera en tiempos de bonanza económica. ¿Acaso no queremos progresar? La vida puede ser placentera si el individuo, el colectivo social, tienen los instrumentos para comprenderla y no angustiarse por todo y por nada. Esa comprensión que necesitamos con urgencia no ha de llegar desde el hormigón armado. Por lo menos, no hay pruebas de que alguna vez lo haya hecho.
No ha cuajado en nuestros conductores la idea sencilla del desarrollo equilibrado. El alcalde ha de pensar en puentes como obras de impacto a su favor, pero nunca en bibliotecas modernas, con auditorios pequeños y salas también pequeñas, con espacios verdes a su alrededor donde los abuelos, y los hijos y los nietos se reúnan en torno a un libro, a una conferencia o una enriquecedora función de títeres. El gobernador no ha de ayudar en un gran teatro, con dos teatritos pequeños, que sirva para que el drama, la ópera, los grandes eventos se desarrollen a plenitud en espacios liberados del folclore. El ministro de economía no ha de presupuestar una cifra de impacto para elevar, de una vez por todas, el nivel intelectual de nuestros maestros de la ciudad y el campo. El candidato a la presidencia no ha de basar su triunfo y su renovación en el poder en la novedosa revolución de la educación para todos. No ha de suceder eso. Por lo que todos sabemos, ya en consecuencia, que no se progresará. Lo que sí es cierto, es que cada día, morosamente, y con grandes dudas (rajaduras), vamos a tener más infraestructura. Mucha de ella ya se ve, pero también se ve la ausencia de respeto al interior de la sociedad, la vida ramplona y agresiva, una suerte de mismidad decadente en el círculo social que estemos. No sólo eso: se ve la familia quebrada, y atomizada; el alcohol como combustible vital de la violencia; el fanatismo (pérdida de razón) en el fútbol, la religión y la política; la bravuconería en el volante; la mugre en las ciudades y pueblos; la bulla del carro basurero, indolente ante el sueño, desde las 5:00 de la mañana; los dientes pelados a punto de morder al prójimo. Etcétera.
No vamos a progresar sólo con desarrollo material, eso ya se sabe. Si se quiere salir de la mediocridad, el desarrollo material debe ser paralelo al desarrollo intelectual. Esa ecuación de equilibrio es la única solución para el ansiado progreso. Algunos de nosotros todavía piensan que con el dinero y el oro en los bolsillos se disimula inclusive las grandes orejas de burro. A decir verdad: se disimula en buena medida y por cierto tiempo. Pero luego ya no. Lo ideal sigue siendo que la gente se cultive y progrese en sus arcas. Sin embargo, debe entenderse que el conocimiento siempre genera riqueza y que la riqueza excepcionalmente genera conocimiento.
Hay países en el mundo que se caracterizan por la pobreza insólita de su territorio. No obstante, su población figura entre las más ricas del mundo sin discusión. Son ejemplos que nos dejan boquiabiertos. Esos casos ya han sido estudiados del derecho y del revés, y la conclusión última es la misma: población muy educada y élites con nivel científico. Frente a esta verdad, el subdesarrollo muestra que la escolaridad es bajísima, que las universidades enseñan poco y mal, que a la política le duele en el hígado invertir fuerte en materia de educación. No, su gestión se mide en kilómetros de cemento y palabrerío volátil. En los tres niveles de administración tenemos el mismo comportamiento.
La apuesta tiene que ser contundente. Brinquemos, como un acuerdo nacional, a la alta e inteligente escolaridad alumbrando la identidad de los pueblos originarios. Liberemos a nuestras universidades de sus políticos tan de anécdota. Pensemos en un plan para importar ciencia y tecnología. Pero aún más: aproximemos a la población al arte y la cultura.
Quizás entonces afirmemos que la vida vale la pena.

Cochabamba, mayo de 2017.