Por Ramón Grimalt.
Imagínese usted una gran corporación internacional llamada Dypraxa. Especialistas, técnicos y ejecutivos de la misma recorren el tercer mundo investigando, probando y analizando los efectos de ciertos medicamentos en poblaciones vulnerables, la mayoría en condiciones de extrema pobreza o pobreza moderada. Naturalmente no actúan a su libre albedrío; cuentan con la anuencia de los gobiernos de turno quienes, asimismo, disponen de la garantía de instituciones globales a todos los efectos serias y creíbles como la Organización Mundial de la Salud (OMS) que certifican e incluso garantizan la fiabilidad de los experimentos que se realizan.
Bien, hasta ahí todo normal y corriente, de acuerdo con los parámetros y protocolos de salud pública. Pero fíjese usted por dónde que cierto medicamento en periodo de prueba tiene efectos secundarios detectados por los expertos de Dypraxa. Entonces, para evitar que alguien vaya con el cuento a la prensa y se monte un relajo de proporciones bíblicas, los embajadores de aquellos países donde la multinacional tiene su base de operaciones, oficinas, fábricas y centros de control, se presentan ante las autoridades de gobierno y proponen un elegante hermetismo que será debidamente recompensado, faltaría más. La suma en cuestión es tan importante, que enseguida se diseña una estrategia para que las autoridades sanitarias declaren un brote infecciones de paperas, varicela o fiebre amarilla, que para el caso da lo mismo. El representante de la OMS confía ciegamente en el reporte oficial y lo transmite a su sede en Roma que se compromete a ofrecer toda la ayuda que requiera el país afectado por el tiempo que dure la puesta en marcha de un escudo epidemiológico. Por supuesto, tiempo es lo que necesita Dypraxa para hallar una solución a la crisis, minimizando costos, optimizando respuestas efectivas, asumiendo que, en definitiva, es mejor perder a varios cientos de conejillos de indias que millones de consumidores de medicamentos del primer mundo.
Sucede, empero, que la esposa de un agregado consular descubre todo este complejo entramado y está dispuesta a publicarlo en internet. Entonces, durante un viaje a la zona en cuarentena, desaparece durante dos días al cabo de los cuales la policía halla su cadáver en la orilla de un río. Su marido asume la responsabilidad de investigar las circunstancias de su asesinato y en ese afán llega a establecer las conexiones entre el gobierno del país que representa diplomáticamente y Dypraxa… Ahí me quedo.
El desenlace de esta historia, extraordinaria, por cierto, lo dejo para que usted lo devele leyendo El jardinero fiel (The constant gardener) de mi apreciado John Le Carré. El autor de El Topo y la Gente de Smiley, expone un escenario que cuestiona a la industria farmacéutica, esa misma que invierte millones de dólares aprovechándose de la necesidad de la sociedad global de sentirse amparada por una serie de medicamentos a la carta, muchos de los cuales no tienen más efecto que el placebo. Se trata, naturalmente, de una novela de suspenso, con tintes de espionaje internacional y teorías conspiratorias que tanto agradan a los lectores del veterano escritor inglés que conoce a la perfección cómo se mueven los servicios de inteligencia, especialmente el CI6 británico.
Según Le Carré “mis historias tienen un alto porcentaje de contexto real”, hecho que cualquier periodista agradece, sobre todo porque de algún modo permite ampliar la mente y la perspectiva de quien suscribe acostumbrado a dudar hasta de su propia sombra.