Ya estamos otra vez con lo mismo y, como no podía ser de otra manera, el Gobierno vuelve a rasgarse las vestiduras después de conocer el memorándum de la Casa Blanca que descertifica a veintidós países del mundo por no colaborar efectivamente en la lucha contra las drogas. Bolivia figura en la lista negra de Washington por “el incremento de cultivos de coca y la producción de cocaína en los últimos tres años” que coinciden con dos hechos puntuales, a saber, la ley de la coca que reemplaza a la controvertida 1008 y la ampliación de la frontera de la coca legal, especialmente en el trópico de Cochabamba.
El presidente, Donald Trump, leyó el documento y, de paso, dejó entrever una amenaza a Colombia sin necesidad de descertificar a su principal aliado en la cruzada antinarcóticos en América Latina, porque su Policía y Fuerzas Armadas colaboran con Estados Unidos. Por lo visto, Bolivia está en otra frecuencia; al menos su política en la materia no sintoniza con la que sostiene la administración estadounidense a pesar de que informes serios y muy rigurosos presentados por Naciones Unidas ponderen los esfuerzos del Gobierno que preside Evo Morales, por cierto, máximo dirigente histórico de los productores de coca de la siete federaciones del Chapare. La ONU se fundamenta en lecturas satelitales, técnicas y precisas, que deberían ser analizadas por los expertos norteamericanos. Pero no es así; los parámetros de medición estadounidenses reflejan datos que contradicen a la UNDOC y ponen de manifiesto que la lucha contra el tráfico de drogas sigue siendo la asignatura pendiente de una comunidad internacional que se debate entre la penalización y la despenalización a modo de estrategia efectiva para desmontar un negocio multimillonario que trasciende a los estados.
Parece muy simple pero es todo lo contrario: sin demanda no hay oferta. En el caso de las drogas queda meridianamente claro que las mafias supraestatales controlan un mercado de millones de personas que consumen todo tipo de estupefacientes, algunos muy sofisticados y, por lo tanto, no están dispuestas a ceder un milímetro. Por supuesto, usted y yo sabemos que los proveedores de materia prima son conscientes de ello y Bolivia tiene una nada desdeñable producción de coca para el consumo tradicional-no penalizado-y para la elaboración de pasta base de cocaína. El problema es de estigmatización. Durante décadas los gobiernos bolivianos trataron de demostrar al mundo que la coca no es cocaína, esgrimiendo un discurso esotérico y reivindicativo, clamando a los cuatro vientos que se trata de una hoja sagrada y milenaria, propia de la identidad de los pueblos originarios que componen el sustrato de su estado plurinacional. Sin embargo, Estados Unidos fundamentalmente, no entiende este tipo de razones e insiste en asociar coca con cocaína y nada ni nadie hará que cambie su parecer. Al menos ese es el discurso oficial, políticamente correcto de Washington. La realidad demuestra que no existe tal guerra contra las drogas porque, simplemente los barones del narcotráfico tienen la sartén por el mango y no permitirán que ningún gobierno se entrometa en sus asuntos. Sucedió en la década de los años treinta del siglo XX con la ley seca que resultó un solemne fracaso y hoy en día, lejos de haber aprendido la lección, se reproduce en la necesidad de mantener a una sociedad global narcotizada. Ahí está la Historia y en medio los bolivianos descertificados por un descertificador interesado.