Carlos no es el único, lo sé porque yo estuve allí. El menor que la prensa presentó como el héroe que guió a policías, bomberos y voluntarios a la punta del cerro para sofocar el incendio en la serranía de Sama, no estuvo solo. Otros tantos hijos e hijas de comunarios hicieron lo propio, arriesgando también su vida, yendo y viniendo con botellas de agua, baldes o aquello que tuvieran a mano, para evitar que la propagación del fuego se convirtiera en uno de los peores desastres ecológicos que haya sufrido Tarija.
Los entrevisté para la televisión en el campamento de San Pedro de Sola al despuntar el alba, después de una estrellada noche de sábado, que ellos dedicaron a ayudar a sus mayores en vez de quedarse en casa. Desde el primer momento supieron que aquello era lo bastante serio como para amenazar una forma de vida a la que no estaban dispuestos a renunciar. Entonces no dudaron en subir al monte, con zapatillas de deporte y ojotas, poleras y camisas livianas, dispuestos a lo que fuera necesario consiguiéndolo después de cuarenta y ocho interminables horas. Por supuesto registré su testimonio en video presentándolo en un documental titulado “Subdesarrollo ¿y felicidad?” pero más allá de esto ninguno recibió la atención mediática de Carlos premiado justamente con una computadora y un celular amén de convertirse en una suerte de bombero honorífico. El resto de los valientes niños y niñas, bien gracias, ni reconocimientos ni medallas. No pasa nada, algunos nacen con suerte, otros estrellados. En la sociedad del espectáculo basta una buena historia-a veces no tan buena-para ganarse el derecho a los cinco minutos de fama que preconizaba Andy Warhol y Carlos se los ganó a pulso con la solvencia de una nota adecuada y oportuna.
El periodismo tiene esa capacidad intrínseca; creamos héroes prácticamente de la nada. Gente común capaz de actos destacables convertidos en heroicos por esa necesidad tan humana de contar con referencias, modelos a seguir que sirvan para liberarnos de una cotidianidad tiznada de aburrimiento y depresión. Por eso si aparece un crío de ocho años como lazarillo de una cuadrilla de rescate, no hace falta decir nada más: ya tenemos un héroe a la carta, perfecto a todas luces al cumplir con los requisitos del melodrama, niño, pobre, que sin embargo tiene muy claro que quiere una computadora para conocer el mundo. Tranquilos, no pasa nada, es la condición humana.
Con esto no quiero decir que Carlos no merezca toda la atención recibida; me preocupa la instrumentación del desastre, la minimización y banalización del mismo y la búsqueda de la anécdota que recordará todo el mundo en lugar de las causas y consecuencias de una acción irresponsable. Premiarlo, agasajarlo, convertirlo en la apertura de un noticiero, no resuelve el problema de fondo. Contar con un teléfono móvil y una computadora no cambiará esencialmente sus precarias condiciones de vida; probablemente ayude, sin duda, pero cuando se apaguen los reflectores se dará de bruces con la realidad de que vivimos del momento, la ocasión y la oportunidad. Pasado este tiempo, tras la entrega de los premios y reconocimientos, Carlos comprenderá dolorosamente que nadie vive de las medallas y que los verdaderos héroes son aquellos tras las bambalinas alejados del rutilante cartel de neón instalado por los medios de comunicación de masas.