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«El 24 de mayo de 1626, Peter Minuit, director de la colonia Nueva Holanda, compró la isla de Manhattan a los indios canarsie, de la tribu Lenape, por 60 guilders. Algunos historiadores dicen que equivalía a 24 dólares. Otros, a casi mil. Suficiente para comprar 2.400 barriles de cerveza» (Fuente: Muy Historia)

«El que quiera conocer la historia del mundo debe mirar el mar en una noche de tormenta», escribió Joseph Conrad en su novela Lord Jim.
Del mismo modo, el que quiera conocer la historia de la fastuosa New York, ciudad de ciudades, rara perla del planeta donde todo es posible, donde todo sucede (o sucederá), «Capital del mundo» según una trillada pero veraz definición, habrá de sumergirse en el arte.

Leer, en Historia Universal de la Infamia, el cuento (aunque non fiction) de Borges El proovedor de iniquidades Monk Eastman. Ver el aluvional film Pandillas de New York, de Martin Scorsese. Agotar los tres Padrinos de Francis Ford Coppola. Recordar el comienzo de Charles Dickens en Historia de dos ciudades, que así dice: «Era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos». Que ocurre en Londres y París… pero vale también para la inconmensurable Gran Manzana.

Robert De Niro en El Padrino, emulando las antiguas calles de Little Italy, en Nueva York

Robert De Niro en El Padrino, emulando las antiguas calles de Little Italy, en Nueva York

Y luego, desde el aéreo y mítico balcón del Empire State, contemplar, fascinado y enmudecido, el milagro: Manhattan, Queens, Brooklyn, Bronx y Staten Island, los cinco boroughs asentados sobre roca viva en los que pululan más de ocho millones de almas.

Es decir, comprender –si eso fuera posible del todo–de qué modo, desde el barro pretérito, la aventura, la ambición, la violencia, la sangre, el crimen, ese punto descubierto por el navegante Giovanni da Verrazano explotó –como el Big Bang–hasta ser la gloriosa ciudad que todos amamos.
La del genio Woody Allen. Las de sus rubias cantadas por un tal Carlos Gardel. La de Frank Sinatra y su himno. La del delirio de Andy Warhol. La de Noctámbulos, esa crónica de la soledad que pintó Hooper. La de Jason Pollock y esos «fideos cocidos», como juzgaron a su obra, hoy cotizada en millones de dólares.

Una imagen histórica reúne a un grupo de obreros sin vértigo en la construcción del Rockefeller Center

Una imagen histórica reúne a un grupo de obreros sin vértigo en la construcción del Rockefeller Center

La del Año Nuevo en la esquina más famosa del Universo: Times Square. La de las Torres y su tragedia. La de Macy´s y Bloomingdale´s. La de los primeros hombres en la Luna desfilando por la Quinta Avenida bajo un océano de papeles. La de Wall Street y todo el oro y todos los colosales negocios del planeta.

¿De qué modo nació y creció ese mundo, ese holograma gigante, esa leyenda escrita cada día?
¿Quién frotó la lámpara de Aladino, liberó al gigante y pidió tres veces el mismo deseo?

Brooklyn, a principios de 1900, y su camino peatonal que une a dicha ciudad con Manhattan

Brooklyn, a principios de 1900, y su camino peatonal que une a dicha ciudad con Manhattan

Porque hace apenas siglo y medio (un soplo en el devenir del Hombre) no fue sólo el último puerto de la desesperada inmigración de holandeses, alemanes, irlandeses, italianos: más de la mitad de las ochocientas mil almas que contó el censo de 1860.

Fue también la simiente de feroces bandas que se masacraban por dominar, cada una, su territorio «con la crueldad de las cosmogonías bárbaras», brillante definición de Borges.

Bandas de garrote y de acero y de pólvora que se llamaban a sí mismas los Daybreak Boys, los Plug Uglies, los Dead Rabbits, comandadas por criminales como Monk Eastman, Johnny Dolan El Dandy, Kit Burns (capaz de comer una rata viva…), Blind Danny Lyons, Yoske Nigger, y no menos temibles mujeres: la viuda Red Norah y sus lupanares, Lizzie Dove, degollada, por celos, con el cuchillo de Gentle Maggie…

El Central Park es otro de los lugares que deben visitarse en forma obligada en Nueva York

El Central Park es otro de los lugares que deben visitarse en forma obligada en Nueva York

Forajidos de mil cicatrices que se hacinaban en tambaleantes conventillos de tres pisos y se emborrachaban en humosas cervecerías que una vez, ante tantos disturbios y deliberados incendios, fueron cañoneados por barcos de la Armada y dispersados por los obuses del Ejército. Hacia 1900, nada quedó de aquella brutal saga.

No mucho después fue la hora de la Mafia, la Cosa Nostra, la Mano Negra, la Ley Seca y el millonario contrabando de alcohol, los gangsters del Crimen Organizado (Al Capone, Lucky Luciano, Albert Anastasia, Bugs Siegel…), y el letal crack de la Bolsa en el negro lunes 1929 que hizo temblar al mundo.

Manhattan alberga, actualemente, a más de un millón y medio de habitantes (REUTERS/Lucas Jackson)

Manhattan alberga, actualemente, a más de un millón y medio de habitantes (REUTERS/Lucas Jackson)

Pero así como las violentas eras geológicas crearon, desde sus fundidas rocas, a Su Majestad el petróleo, y el fuego de las entrañas urdió los millonarios diamantes de las coronas reales y del collar que Richard Burton le regaló a Liz Taylor, el sedimento de aquellos remotos criminales, sepultado por el cemento de los rascacielos, de los grandes museos, de los teatros de La Meca (Broadway), fueron el Génesis, el Libro Primero de la biblia neoyorkina.

Esa biblia todavía inconclusa (¿cuánto más dará New York?) de los hoteles legendarios, del Greenwich Village romántico y bohemio, del Carnegie Hall en que cantaron Caruso y María Callas, de genios literarios (Capote, Dos Passos, Roth, Auster), de científicos Nobel, de actores irremplazables (Hoffman, Pacino, De Niro), de lujo, de opulencia, de refinamiento, de millones de turistas asombrados, de ilustres vecinos de ayer y hoy y sus pisos babilónicos que miran al Central Park.

Times Square, el punto de acceso a las grandes tiendas y los mejores teatros de la ciudad

Times Square, el punto de acceso a las grandes tiendas y los mejores teatros de la ciudad

De todas las maravillas y los milagros que dibujan, pintan y esculpen a esa New York de la que bien se ha dicho que verla es vivir dos veces, y no verla es morir dos veces. Porque todo, allí, es mágico. Desde el fast food hasta el eterno Radio City que alumbró y deslumbró la niñez de Woody Allen (ver su film Días de Radio); desde el puente de Brooklyn, inaugurado en 1833, cuando apenas pasaban carros (genial visión de futuro) hasta los más sofisticados restaurantes étnicos.

La interminable aventura, en fin, del día y la noche de New York.
De su historia, desde el barro al diamante. Esa imprescindible aventura que inspiró esta modesta elegía.