Por Ramón Grimalt
Revisó la mira telescópica calibrándola con la minuciosidad del profesional que era. Tenía muchas, demasiadas, batallas a cuestas y el tiempo no pasaba en vano. Sentía una ligera pero persistente molestia en el hombro derecho y se había comprometido a visitar a un fisioterapeuta cuando terminara aquel trabajo. “Es el último. Lo juro”, se dijo llevándose la mano izquierda a un rústico crucifijo de madera que pendía de su cuello. Sabía, sin embargo, que nunca cumplía sus juramentos y no porque se tratara de alguien sin palabra; lo suyo era una adicción a la adrenalina que era incapaz de controlar.
De modo que se acomodó como buenamente pudo, el pecho en tierra, las piernas firmes, tensas, y el rifle de alta precisión M40 entre las manos enguantadas. Se excitó al sentir el penetrante olor de la grasa con que había limpiado el cañón y la montura y una vez más, como siempre sucedía, sintió mariposas revoloteando en el estómago sobre todo cuando su víctima cruzó la calle castigada por los bombardeos de la artillería enemiga.
El francotirador se sentía a sus anchas en medio de aquel caos; la guerra se había convertido en su modo de vida e iba buscando el conflicto en cualquier latitud. No importaba si se trataba de una revolución en algún país tercermundista con guerrilleros, narcotraficantes, militares y un presidente autoritario a quien había que derrotar por lo civil o lo criminal o una invasión organizada en Washington en defensa de la libertad y la democracia. Cualquier ocasión resultaba propicia para satisfacer su apetito. Por eso agradeció su suerte, afianzó la culata al hombro izquierdo y llevó un dedo al gatillo. Apuntó. El blanco era fácil. Al menos no se trataba de un militar entrenado para moverse entre escombros y hierro retorcido. Se trataba de un civil. Un hombre lo bastante asustado como para reptar como un animal en procura de alimento. El francotirador podía sentir su respiración entrecortada, el pulso alterado, la boca seca y el cuerpo sucio de sudor y miedo. Era perfecto.
-Ahora-dijo entusiasmado-Basta una bala. Sólo una bala.
Comprobó la munición. Recordó que había colocado un nuevo cargador de diez balas. Echó un vistazo a su reloj. Los números digitales indicaban las 22’30 de una noche cualquiera. “Un día más en la oficina” consideró con ironía y sin darle más vueltas se aprestó a disparar, el verbo que mejor conjugaba. Entonces se detuvo. Odiaba cuando eso sucedía.
-Ya es suficiente, Víctor. Apaga la consola y a la cama que mañana hay clases. Las vacaciones terminaron.
El francotirador no estaba acostumbrado a recibir órdenes; era un lobo solitario. Pero jamás cuestionaba la autoridad paterna. Pulsó el botón END en el mando a distancia que manejaba con notable destreza y la pantalla del televisor se tornó un espacio oscuro de proporción incierta.
-Bueno, mañana lo volveré a intentar. Dijo aquel chico de catorce años, a punto de cumplir quince, sin darse cuenta de que su padre había salvado una vida; al menos le había concedido un tiempo extra de veinticuatro horas.