Noticias El Periódico Tarija

Ramón Grimalt

Aunque usted no lo crea, una vez a la semana voy al barbero. En fin, puede parecerle ridículo tratándose quien suscribe de una víctima de alopecia, o sea de la calvicie en su sentido más tradicional, venerable-no hay burros calvos-y sobre todas las cosas habidas y por haber, digno. Pues bien. Desde hace 19 años frecuento la barbería de don Anselmo, veterano de al menos medio centenar de combates de boxeo, oficiales, reglamentarios, y algún que otro clandestino, por apuesta pura y dura.

Repito y matizo: Anselmo, que ya tiene una edad el hombre, es barbero de profesión, no un peluquero o estilista porque eso es “cosa de marulos”, asegura allá donde puede, aunque no deba, tratándose del imperio de lo políticamente correcto, el lenguaje con recovecos y dobleces, donde ya nada se dice por su nombre sino por el convencionalismo social para que nadie se ofenda y arme un cristo en reivindicación de sus derechos mancillados por el opresor sistema heteropatriarcal, que también. Este buen hombre, natural de Beni, sabe muy bien lo que hay que hacer con mi coronilla. Utiliza una voluminosa y ruidosa máquina afeitadora-tengo serias dudas sobre si no se trata más bien de una esquiladora de lana de oveja u ovejo, depende-y recurre a las tijeras para definir. Todo esto y un masaje capilar de yapa para estimular los folículos de la pampa estéril de mi cuero cabelludo, o lo que queda de él, dura unos diez minutos que aprovecha para comentar las noticias y de vez en cuando contrabandea el relato de alguna de sus peleas a cada cual más intensa,  ríase usted de Rocky Balboa.

El otro día, por ejemplo, asistí a una catarsis a partir del último round de su carrera deportiva. “Tenía 23 años cuando debía defender mi título nacional en Oruro contra el retador… Un tal Rayo Mamani. Todo estaba preparado. Mi entrenador me pidió que siempre estuviera atento, que no me distrajera. Pero a mí, carajo, siempre me gustó mucho la cerveza y me bebí varias chelas. Luego, en vez de volver al alojamiento, le pedí prestada la combi a mi jefe y fui a buscarme una peladinga. Acabé estampado contra un muro y me lastimé la mano derecha. Creo que me quebré dos dedos y aún así me quedé callado. Me vendé como de costumbre y subí al ring. Recuerdo que hacía mucho frío pero el coliseo estaba llenito. No cabía nadie. El Rayo era una bestia. Había nacido en Oruro, cerca del Socavón y claro,  jugaba de local. A mí me dolía la cabeza, por ese chaki malditango, pero los calmantes hicieron efecto y la mano resistió cuando me pusieron los guantes. Otra cosa fue cuando en el tercer asalto lancé un directo a su potente torso de toro bravo y vi todas las estrellas del firmamento”.

Noto que la evocación abate a Anselmo. Deja las tijeras en un bote de café, apaga la radio que ronronea Despacito con la maligna insistencia de una gota malaya, abre un cajón y revuelve un montón de papeles desde facturas impagas de luz y agua, pasando por recortes de periódico y fotografías ajadas por el tiempo. Saca una de ellas y me la muestra.

“¿Ve, licenciado? Aquí estoy, a la derecha, esperando el fallo de los jueces. Aguanté hasta el décimo round y Rayo Mamani ganó por decisión dividida. Cuando volví al vestuario, entre los aplausos de reconocimiento del público y me quitaron los guantes el aguatero vio que los dedos fracturados estaban peor, parecían un par de salchichas gordangas. ¿Y vos cuándo te hiciste esto? Me preguntó el jefe, y como yo puedo ser muchas cosas menos un mentiroso, le dije que peor estaba su auto y que deberíamos regresar a Santa Cruz en flota. El entrenador me descontó las reparaciones de la plata que me correspondía de la bolsa del combate y me hice revisar en una clínica. No sólo me había hecho mierda los huesos, también los tendones, y necesitaba una operación que costaba un dineral. Ya no volví a boxear, mi hermano. Me dediqué a otras cosas desde chófer de minibús a minero en los Yungas. Empeñé o vendí mis medallas y sólo encontraba alivio en el trago y las mujeres”.

Sé, porque me consta, que el bueno de Anselmo tiene problemas con el alcohol. A veces se encierra en la barbería a beber solo o con algún amigo, “buena pierna para los tragos”. Cuando abre, su cara es todo un poema. Refleja la pesadumbre del pasado, la frustración y el castigo a que se somete cuando se sumerge en el fondo de la botella buscando respuestas que se difuminan en un cerebro castigado. Por eso recurre a la complicidad con los clientes, hace gala de una educación que bien podría considerarse exquisita y su conversación es amena. Utiliza siempre la palabra justa y es lo suficientemente precavido e inteligente para alejarse de comentarios antojadizos sujetos a cualquier tipo de interpretación sobre el gobierno. “No es que tenga miedo, licen. Pasa que por ahí a uno le molesta que hable para el Evo o el Linera y no vuelve más. Es una cuestión de negocios. Nadinga más”, explica mientras me sirve un mate. El poro es de palo santo, con un diseño tallado que recuerda una estampa de su tierra oriental, un carretón abandonado en medio de la pampa con una solitaria palmera de fondo.

“Esto hay que tomarlo caliente, mi jefe, en invierno y en verano. Así lo decía mi padre que Dios lo proteja. ¿Sabe? El nunca estuvo de acuerdo con lo del boxeo. Quería que fuera abogado. ¿Y sabe usted lo que le dije? Pues que yo no doy golpes bajos, los doy de frente”. Asiento trazando una sonrisa complaciente y doy un vistazo a mi alrededor. El lugar conserva un suave olor a almizcle, talco y colonia barata; un obeso gato chino de esos de la buena suerte, sube y baja un brazo mientras el viejo boxeador regresa la fotografía de su último combate al cajón de los recuerdos. “Cualquier tiempo pasado fue mejor, mi amigo”, me dice y suspira preso de las reminiscencias de aquella época de su vida donde el honor se arreglaba a golpes.