Ramón Grimalt
Creo haber contado alguna vez que conjugo el verbo “correr” todos los días del año. No importa el clima, si llueve o hace un sol de justicia, un servidor, el mismo que viste y calza, sale a la calle a devorar kilómetros desde hace mucho tiempo, tanto, que puede decirse sin temor a yerro que me considero un corredor compulsivo. No soy un runner, de los de ahora, de postureo, buzo o malla de diseño, con el logotipo de la marca bien visible por si acaso, camiseta ceñida, hasta quitar la respiración y, por supuesto, zapatillas multicolores, cuanto más vistosas mejor; lo mío es vocacional, nada tiene que ver con perder peso o alguna de esas paridas que están de moda y que como tales serán reemplazadas por otras dentro de poco.
Pues bien, Resulta que el sano ejercicio terapéutico al que me dedico tiene momentos especiales. No sólo me permite encontrarme conmigo, también reconocer en el trayecto personas y animales que en otra circunstancia pasarían desapercibidos. Es el caso de un perro callejero, criollo, de pelo sucio y choco, hocico alargado, desafiante y cola recogida en una suerte de singular plumero, que la otra mañana, mientras el día despertaba pesadamente tras la verbena de San Juan, me acompañó un buen tramo, trotando a mi paso, leal, seguro y protector. No se lo pedí, ni mucho menos. Simplemente se arrimó con cuidado a mi pierna derecha limitándose a estar ahí, al lado, con la boca ligeramente abierta, respirando la fresca y revitalizadora brisa matinal. Noté que a la altura de su cuarto trasero izquierdo presentaba una herida aún fresca producto, seguro, de una de esas reyertas barriobajeras en que se enzarzan los hijos de la calle. Sin embargo la herida no parecía importarle demasiado. De rato en rato alzaba su cabeza dedicándome una mirada serena, noble, glauca, en busca de mi aprobación. Le di un par de leves golpecitos en la cabeza y tuve la sensación de que apreciaba el gesto correspondiéndome con una mueca que bien podría interpretarse como una sonrisa exuberante de generosidad.
Por un momento, la carrera duró lo de siempre, noventa minutos, segundo más o menos, aquel perro fue feliz o iluso, depende. Por el porte, ese aire distinguido que algunos animales expresan con sus ademanes educados, aprendidos en algún hogar, deduje que en algún momento tuvo un dueño que lo cepillaba y alimentaba. Probablemente también lo llevaba de paseo y, siendo un cachorro, fue la alegría de los pequeños de la familia que quizás habían olvidado aquella Navidad en que emergió tímidamente de una canastita de mimbre con un lazo en el cuello. El problema es que las mascotas, en particular los canes, crecen y para algunos se convierten en una pesada carga que morfa como si viviera en la antesala del fin del mundo. Entonces dejan-¡oh descuido!-una puerta abierta y Spike, Sultán o Firulais, salen como alma que lleva el diablo detrás de una hembra en celo que, coqueta y aviesa, espera que el más macho del lugar la lleve al huerto.
En el peor de los casos, quizás de un modo mucho más cruel y ruin, la familia se va de día de campo y cuando llega la hora de regresar al mundanal ruido, papá lanza la pelotita de Scott lo bastante lejos para que éste, incapaz de pensar que aquel hombre generoso y alegre es en realidad un miserable de cuidado, caiga en la trampa viendo con cara de bobo cómo el auto de pierde en el camino a toda velocidad. Entonces corre con todas las fuerzas, siente que el corazón late desbocado y no se detiene hasta que desorientado se ve en medio de la nada. Lo interesante es que Scott, que bien podría haberse convertido en un asesino en serie, el más malo de la jauría, dispuesto a contagiarle rabia a éste o aquél, aún confía en el ser humano e incluso va a su vera, como me sucedió. O, tal y como leí en este periódico, aguarda el retorno del amo fallecido en el hospital donde fue internado hasta que llegó su hora. Ese tipo de lealtad sólo le pertenece al perro, qué duda cabe de ello.
Recuerdo que un amigo amante de los gatos justificó su preferencia felina asegurando que estos son inteligentes y libres, mientras los perros son tontos y simples. A mí, la verdad, los gatos no me hacen demasiada gracia. Su andar sinuoso y esa mirada penetrante, gélida y cristalina me provocan una inquietud que sólo explico cuando me pierdo en la nitidez del perro de toda la vida, chapi o fino, el mismo que agita la cola cuando llegas a casa y sin importar si te fue bien o mal se acomoda a tus pies para decirte “cuenta conmigo”. Alguno, incluso, repite esa rutina aunque el amo descargue en él sus frustraciones cotidianas poniendo en evidencia una vez más aquello que mi padre repite cuando se da de bruces con lo más sórdido de la condición humana: “hay perros que son mejores que muchas personas”.
Ciertamente en mi profesión he conocido tantas personas como perros y suscribo cada una de las palabras de don Pedro Grimalt Pallicer. Al ser humano le he visto hacer cosas que un perro sería incapaz; sobre todo he sido testigo y víctima de traiciones impensables de gente que uno consideraba muy leal y muy fiel y que llegado el momento se daba la vuelta y si te he visto no me acuerdo. Esos mismos son los que se arriman cuando a uno le van bien las cosas convirtiéndose en ilustres tirasacos profesionales y abandonan la nave cuando ésta ha chocado con un iceberg.
Por eso, presidente, compañero Evo, le recomiendo que en cuanto pueda se consiga un buen perro. Estoy seguro de que su ladrido potente y genuino, le resultará más cálido, musical y sincero que el sutil ronroneo de los gatos que lo rodean diciéndole palabras bonitas al oído, aquellas que a cualquier gobernante le complace escuchar.