Noticias El Periódico Tarija

Ramón Grimalt:
Por lo general evito tres cosas a saber, las rebajas, las aglomeraciones y los bufets libres. Detesto las grandes superficies de los centros comerciales aquí y en cualquier lado con sus carteles rutilantes anunciando “Todo a 50%” porque sé, efectivamente, que allí me encontraré con una legión de compradores dispuestos a inmolarse en nombre de los dioses falsos creados al amparo de la sociedad de consumo. Me enervan los espacios que concentran centenares de personas, familias enteras, cada quien a la suya haciendo cola para entrar o salir de algún sitio ya se trate del metro, un estadio de fútbol o el cine. Pero odio con fundamentalismo yihadista los domingos de tenedor libre o los desayunos que ofrecen los hoteles de siete a diez.
  Como digo, trato de evitar las situaciones que puedan conducirme a esos lugares equivalentes al décimo círculo del infierno de la Divina Comedia. De hecho jamás compro en las rebajas, dejo pasar dos semanas después del estreno de una película y si estoy de viaje hospedado en un hotel, me esfuerzo por ser el primer comensal en el restaurante. De este modo lidio con mis fobias como buenamente puedo sin hacer daño a nadie porque creo, sinceramente, que cada quien tiene derecho a convivir con uno mismo y su circunstancia. Sin embargo hay veces que el encuentro es impepinable. De hecho, la semana pasada durante una estadía en Cochabamba en un céntrico hotel de cuatro estrellas, cómodo, funcional y de buena atención, cometí el error de correr media hora más por la Recoleta y al regresar me encontré con una invasión en toda la regla: las hordas de Gengis Khan se habían apoderado del comedor dispuesto para el desayuno y daban buena cuenta de las existencias del menú ante la atónita mirada de un par de camareros con cara de circunstancias.
De pronto la peor de mis pesadillas se había hecho realidad provocándome un sudor frío que ni siquiera un zumo de naranja pudo aplacar. Ahí estaban ellos, chinos y chinas de toda edad y tamaño, tomando por asalto las charolas de panqueques, la variedad de bollería, los huevos revueltos y el beicon, la ensalada de frutas y todo el café y el té que estuviera disponible.  Opté, entonces, por sentarme en una mesa ubicada a una prudente distancia de aquella orgía oriental. El reloj marcaba las ocho y cuarto de un día que se esforzaba en ser soleado prometiendo una temperatura agradable y nada me apetecía más que una taza de English breakfast con un toque de leche. Uno de los mozos, un tipo bajito, con las orejas separadas del cráneo de un modo tan cómico que lo asemejaba a un roedor de dibujos animados, se me acercó dispuesto a atenderme.
-Señor-me dijo con una vocecita acorde a su aspecto ratonil-Tenemos un excelente desayuno bufet. Puede usted pasar a servirse.
-Ya-le respondí con severidad y, admito, injusta molestia hacia tan diligente empleado del hotel-Si esa gente deja algo, claro.
El camarero miró hacia el enorme mesón colapsado de chinos que voceaban en mandarín como si estuvieran en un mercadillo de Shangai y asintió en silencio.
-Le puedo traer otra cosa… Sugirió.
-Sí, agua hervida y un poco de leche. Yo siempre llevo esto conmigo. Dije mostrándole una bolsita de Twinning’s.
-¿Seguro que eso es todo? Insistió.
-Definitivamente. Repuse refugiándome en la lectura de la prensa local. Pero ni aún así pude desconectar de aquel cuadro dantesco.
Lo que allí se estaba perpetrando me pareció simplemente deleznable: una pareja se pasaba boca a boca las frutillas de un bol, un hombre a quien calculé unos sesenta años, más o menos, recorría con el dedo índice el borde de un pocillo con chocolate fundido como uno de aquellos chiquillos glotones en la fábrica de Willy Wonka y cuatro jóvenes, recién levantados de la cama, jugaban a ver quién era el que más rollos de canela mordisqueaba para luego dejar los restos por doquier. Tuve la sensación de haberme colado en un fragmento de los Gremlins, sorprendiendo a una tropa invasora con el objetivo de derribar la gran muralla de la educación y el buen gusto y, en el colmo de los excesos, festejar ruidosamente su terrible hazaña.
Por supuesto no había nadie para llamarlos al orden. Supe, horas después, que pertenecían a una compañía minera con una importante inversión en algún lugar de Potosí que el gerente del hotel no supo determinar.
-Es la segunda vez que vienen por aquí-me explicó circunspecto-Suelen quedarse un par de noches, ocupan diez habitaciones dobles y pagan al contado. Alguno solicita un servicio especial. En fin, ya se imagina usted… “Señolitas”, dicen, y pues hay que hacer unas llamadas. Eso sí. A la hora de comer, le entran a todo.
-No me extraña. Maticé después de aquel pantagruélico banquete y al día siguiente, el último en aquel hotel, preferí desayunar en una cafetería.
De regreso a La Paz le conté la aventura a mi esposa. Siempre ha pensado que soy un poco snob y no se lo reprocho, pero ella que me conoce hace más de veinte años sabe que mi nivel de tolerancia es superado con facilidad cuando me topo con gente maleducada.
-Pues mira-me dijo con su característica suavidad verbal-ayer hubo una protesta frente a la embajada china. Alguien pegó carteles condenando el yulin.
-¿El qué? Pregunté sorprendido.
-Sí, una fiesta donde hay vía libre para comer perro porque se cree que trae buena suerte. ¿Y sabes una cosa? Hoy ya no había ni uno solo de esos carteles. Curioso, ¿verdad?
Comprendí, entonces, que es mejor no meterse en el espinoso jardín de las costumbres porque puede lastimarse pero que eso no va reñido con los principios elementales de convivencia civilizada. Siendo testigo del comportamiento de aquella plaga de langostas agradecí la educación recibida desde que tengo uso de razón, la británica elegancia de mi abuelo que en gloria esté y las horas dedicadas a comer en silencio, observar y respetar a los demás. De cualquier modo, si usted tiene la intención de invitarme a un bufet le anticipo que siempre hallaré una buena y convincente excusa.