Noticias El Periódico Tarija

Por Ramón Grimalt

No miró atrás. Tampoco había nadie para despedirlo y desearle suerte, alguien que pronunciara ese  “vaya con Dios”, que esperan todos los peregrinos. Ni siquiera la enfermera Dávalos, quien le administraba la dosis prescrita de morfina para aliviar esos terribles y devastadores dolores abdominales, tuvo la gentileza de besarle en la frente. Al fin y al cabo le importaba un bledo. Ya había tomado una decisión y no estaba dispuesto a echarse atrás.

Bajó los escalones que conducían al primer piso mirando a un lado y otro, como si estuviera fugándose de una prisión de máxima seguridad. Su corazón latía desbocado y podía sentir la tensión en las venas azuladas impresas en sus sienes, otrora pobladas por una cabellera blonda, generosa, muy atractiva, decían, para las mujeres que jamás faltaron en su lecho.

No se quejaba, ni mucho menos: tuvo una buena vida. Al menos hasta que  un examen de rutina  detectó cáncer de próstata en fase dos. Aquella peste se había extendido en silencio, con alevosía y nocturnidad, afectado varios órganos vitales, un riñón y el hígado.

“Mire, usted. Le seré sincero. Con los cuidados paliativos puede prolongar su vida, qué se yo, al menos un año. Quizás algo más”, le dijo el especialista del moderno centro oncológico recién inaugurado por el presidente con bombos y platillos. En un principio el mundo se le vino abajo; luego, en la soledad de su apartamento, asumió que aguantaría hasta decir basta. Y ese momento había llegado.

Una noche, revisó su estado de cuentas. El divorcio le había dejado en la quiebra. Ella se quedó con el coche, la casita de campo y la colección numismática. Agradeció que no hubiera un hijo de por medio que le esquilmara aún más, y decidió internarse en el hospital central que, según su hermano menor, “tenía unas instalaciones de primera”.

Había pasado un año desde que se le asignó la habitación número 33 A que compartía con un veterano de guerra apellidado Morán. Era un hombre alegre, rayano en lo dicharachero, que bromeaba acerca del muñón en que se había convertido su pierna derecha, gangrenada y amputada tras la explosión de un coche bomba en las siempre peligrosas calles de Kabul.

-Y qué quieres que te diga-repetía con machacona insistencia-Nadie me obligó a ir a ese infierno. Ofrecían buena paga y aventuras en el otro lado del mundo y acepté. Nadie me esperaba en casa. Conocí más gente en las camas del hospital militar que en toda mi vida. Gente como yo, a la que faltaba algo, pero lo tenía todo. ¿Que cómo se entiende? Fácil. Si no te extirpan el corazón, todavía estás en carrera, una competencia contra ti mismo.

Nunca acabó de saber qué había querido decir con aquellas palabras. Simplemente se lo llevaron una tarde lluviosa y desapacible que él prefirió arrebujarse entre las sábanas hasta que los malditos relámpagos dejaran de proyectar las espectrales sombras de la gran ciudad.

-Si algún día se acaba, quiero que me prometas algo-le dijo después de una larga e intensa partida de ajedrez que terminó en tablas-quiero que recorras el camino.

-Si ésta es otra metáfora de las tuyas, señor Morán… Reaccionó escéptico el hombre que había perdido la fe.

-Nada de eso. No es un camino cualquiera. Es el del peregrino. Aquel que conserva su corazón puro y con éste la esperanza. Es el camino del apóstol. El Camino de Santiago.

-Pero eso queda muy lejos, y como verás, señor Morán, no creo estar en condiciones de…

El veterano sonrió con la dulzura de un ángel caído y sentenció:

-Que esta sea mi última voluntad. Ve, camina sereno, sin importar el sol, el calor y la lluvia. Llega a la basílica y deja esta nota por mí a los pies del santo.

-Pero es que yo no soy creyente…

Por eso mismo, amigo mío. Por eso mismo.

Aquellas palabras repicaron en algún lugar de su mente, sobre todo cuando vio las puertas abiertas de par en par y sólo un guardia de turno. “Esta es mi oportunidad”, se dijo convencido y caminó con decisión sin darse cuenta de un detalle: aún vestía el camisón celeste de los pacientes internados. Pero no podía volver a su habitación a cambiarse y tan sólo diez metros lo separaban de la libertad; incluso el aire fresco del atardecer embriagó sus sentidos apelmazados por  los analgésicos.

“Ahora da lo mismo. Es ahora o nunca”, resolvió y apuró el paso, como en el sprint final de una carrera de obstáculos, con fosos, barro, agua y vallas, de distinto tamaño. Valiente ironía. Así había sido su vida. Como las metáforas del señor Morán.

De pronto, el guardia recibió un mensaje a través de un intercomunicador. Escuchó el crepitar de la estática y atendió desganado. “Sí, esto es suerte”, se congratuló el paciente terminal, sintiéndose más vivo que nunca, excitado por la huida, animado por el recuerdo del viejo legionario a quien no le importó sacrificarse para salvar a tres de sus compañeros de la patrulla en territorio hostil. “No te voy a fallar. Te lo prometí”, dijo alzando la vista a los nubarrones plomizos que amenazaban tormenta. Entonces se detuvo.

-Eh, usted. ¿Adónde cree que va?

El hombre que había descubierto la fe reconoció la voz nasal del guardia de seguridad.

-Me voy. Estoy cansado. Y me voy.

-¿Perdón?

-No trate de detenerme. Si un millón de dosis de midazolam no han podido…

-Pero usted está enfermo.

-Defina “enfermedad”.

-Yo…

-¿Ve? Yo estuve enfermo. Pero he hallado el camino. Por favor, déjeme ir.

El guardia no alcanzó a comprender en ese momento el brillo en la mirada  glauca de aquel paciente que arrastraba una humanidad consumida por los fármacos, lastrada por las terapias, rendido a los rigores de la quimioterapia y con el certificado de defunción bajo el brazo. Dejó que el fantasma de la Navidad pasada se perdiera calle abajo, entre la neblina que ascendía del río, y desde su atalaya musitó un leve “vaya con Dios” que a partir de aquel momento llevaría consigo hasta alcanzar su objetivo. Sólo así podría descansar en paz.