Por Ramón Grimalt
Salió de madrugada después de una noche de fiesta y no volvió a casa. De hecho, matizo, no regresó más. Christian simplemente se borró de la faz de la tierra sin dejar rastro, un indicio siquiera que de algún modo pudiese orientar una investigación policial seria. En una novela de Stephen King cabría la posibilidad de una abducción extraterrestre; en el mundo real se barajan otras hipótesis. Lo cierto es que en el hogar de los Mariscal se trata de seguir adelante como se pueda en un ambiente irrespirable de incertidumbre.
-Yo sólo pido que se haga justicia. Que nos digan dónde está-lamenta María, su hermana-Porque estoy segura de que alguien lo sabe.
-Dices “alguien lo sabe”…
-Sí, hay alguien que anda por ahí que sabe lo que pasó a Christian. Reafirma con valiente contundencia mientras sus ojos se humedecen poco a poco.
No soy policía-Dios me libre, parafraseando a Joaquín Sabina-ni investigador; mucho menos forense del tipo CSI ni fanático de Mickey Spillane o Sam Spade; tampoco me seduce especialmente la novela negra como le sucede a Gonzalo Lema; sólo soy un periodista a quien le interesan los hechos y de éstos aquellos noticiables para contar historias. Entiendo la necesidad de sus amigos y colegas Roberto Gutiérrez, Never Antelo y Josué Acebey de que se esclarezca este caso que se remonta al 19 de enero de 2014 sin una respuesta efectiva de las autoridades incluyendo al mismo presidente Evo Morales que pidió extremar todos los esfuerzos habidos y por haber para hallar al joven periodista. Sin embargo, entre una cosa y otra, esos avatares propios de nuestra justicia lerda, intoxicada, torpe y negligente, lo que es aún peor, resulta que la casa está sin barrer.
Porque uno escucha al fiscal departamental, Gilbert Muñoz, y concluye la entrevista con la sensación de que se está haciendo todo lo posible de acuerdo a los procedimientos y los tiempos procesales, extendiéndose inclusive, una orden de búsqueda vía Interpol. Pero cuando el representante del ministerio público alza los hombros en un gesto que interpreto como un “qué más quiere usted que haga”, entiendo que el caso Mariscal es uno más de su complicada agenda de trabajo, esos fólders repletos de datos cazados de aquí y de allá, evidencia por colectar, analizar y procesar y, por supuesto, actuaciones en los juzgados destinadas a poner de manifiesto el músculo de la fiscalía frente al delito.
Sea como fuere, lo cierto es que la desaparición de Christian no puede ni debe perderse en esos archivos, simplemente porque nadie se volatiliza por nada a menos que haya existido un plan para callar su voz inquisitiva, incómoda, antagónica a los intereses creados que derivan del ejercicio de un poder absoluto, totalitario. Ese poder camaleónico que se camufla detrás de una sigla política o cualquier otra expresión de demagogia barata para mantener a los corderos a buen recaudo. Y Christian jugaba en el equipo de los lobos.
Repasando uno por uno sus reportajes, escuchando sus intervenciones radiofónicas, compartiendo vivencias e inquietudes con sus compañeros de profesión, no cabe la menor duda de que apuntaba buenas maneras periodísticas asumiendo que uno de los pilares de esta profesión consiste en interpelar a los poderosos, esos mismos que se llenan la boca de promesas en periodo electoral que llegado el momento de la verdad, pasan al inventario del olvido. Christian hurgó en esa estructura podrida, navegó en las turbulentas aguas de los negociados cocidos al fuego lento de una parrillada y tuvo las narices de denunciar a viva voz lo que éste o aquél suscribían debajo de la mesa dispuesta para el banquete. Qué respuesta se podía esperar: amenazas cobardes, anónimas, destinadas a amedrentarlo. Eso no sucedió. Él siguió a lo suyo con espíritu determinado, dispuesto a dinamitar el sistema, caiga quien caiga. Hasta que esa madrugada de verano subió a su jeep para cruzar a otra dimensión.
-Él sabía cosas que podían molestar y, de hecho, molestaban-cuenta su amigo Josué Acebey con la pesadumbre de quien en el fondo es consciente de la dificultad-Pero no sé lo que pudo pasar…Lo sospecho, eso es todo.
La incertidumbre acaba consumiendo a la persona más paciente, racional y equilibrada, sobre todo si se quien espera en la puerta de casa es un padre o una madre. Jaime, el papá de Christian, no pudo resistirlo y tras una odisea en procura de respuestas, se apagó como una vela al viento. Nora, su mamá, se mantiene en la brega aunque el paso del tiempo, la propia dinámica de la cotidianidad, acabarán suturando la herida abierta en su corazón porque la vida continúa, aunque esto suene a tópico barato. Pero quienes tienen prohibido claudicar somos los periodistas. Ya no se trata de una cuestión corporativa, de gremio afectado, dolido, atacado; la desaparición de Christian debe interpretarse como un precedente, una terrible alerta para mantenerse siempre vigilante ante el poder. Sé que es muy difícil cuando alguien para quien trabajas te susurra al oído “sé gentil con el ministro que de esto comemos”, tocando las fibras más íntimas de tu ética, obligándote a cuestionar a ti mismo, tratando de hacerte responsable de lo que pueda pasar si cruzas la delgada línea roja que separa el ejercicio de la libertad de prensa de los intereses comerciales, políticos, de clase, religiosos o simplemente personales de los dueños de los medios de comunicación, esos que cuando no te pueden pagar el sueldo por tal o cual motivo, apelan a que te pongas la camiseta en nombre del periodismo cuando eso a ellos les importa literalmente un carajo.
Con este panorama en lontananza es muy fácil caer en la trampa: todos comemos y alimentamos una familia. Los periodistas somos obreros de la información, gente común y corriente que se gana el pan en las calles, micrófono, cuaderno o grabadora en ristre, con el objetivo de informar, es decir, contar lo que sucede. Pero al mismo tiempo somos vulnerables en un país donde el periodismo está mal pagado y la necesidad tiene ojos de hereje.
En todos los años que llevo de ejercicio he visto y oído “recomendaciones”, “ofertas”, “sugerencias” de todo tipo, que hoy más que nunca me conducen a admirar todavía más a aquel reportero flaco, valeroso y alegre que no tenía precio y que ni tirano ni déspota nunca su orgullo podrán abatir.