Noticias El Periódico Tarija

Los vendedores de dietas y, por tanto, de una vida sana, son tan pesados como aquellos cristianos que te tratan de convencer de que el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina. Entiendo eso de las comisiones y el derecho a ganarse la vida dignamente pero se ha traspasado la delgada línea roja que separa la razón y el adoctrinamiento sistemático callejero.

Hasta hace algún tiempo la acera y en algunos casos la calzada, eran patrimonio de los gremiales cuentapropistas, esa legión de trabajadores no asalariados que viven al día, comen lo que pueden subsistiendo tras las bambalinas de un cacareado estado de bienestar que vaya usted a saber a quién realmente beneficia. Hoy, les ha salido una dura competencia porque allá donde la casera de toda la vida te ofrecía las verdaderas tucumanas del Prado, tan sabrosas como grasientas, aparece un joven con sonrisa de Colgate y aspecto saludable dispuesto a tocarte la moral hasta que acabes comprándole unos polvos verdes con los que perderás peso en veinte días. Es posible que toda aquella parafernalia corresponda a la realidad y la poción mágica dé resultado. Si uno se va a ver como el vendedor bienvenidos sean esos potingues. De lo contrario, se está cometiendo un delito contra la salud pública.

Claro que estamos en Bolivia, al menos eso indica Google maps y no en Bagdad. Existe un viceministerio de defensa del consumidor que, en fin, ahí está, porque tiene que estar, para engrosar un estado celulítico y flácido, mientras en nuestras calles es posible conseguir de todo desde una aguja hasta un televisor sin sudar demasiado.

Luego aparecen las intendencias municipales y su política de doble rasero intimidando a los comerciantes, pidiéndoles una coima para asentarse en la acera e instalar un tinglado con toda suerte de productos en su mayoría made in China, faltaría más.

Claro que en la sobrestimada época de bonanza en que vivimos, se ha expedido una tácita patente de corso que, entre otras cosas, permite la venta del subsidio de lactancia, medicamentos, ropa americana, usada o a medio uso, y cualquier cosa a la que se pueda poner un precio. El centro de las ciudades de Cobija a Tarija, pasando por Cochabamba, son mercados persas bulliciosos, rebosantes de vida, intensos, sin pausa, donde se mueve la economía de andar por casa, esas ligas menores de las que come más del cincuenta por ciento de la población. No es este un país de asalariados, ni siquiera de mineros o campesinos. Bolivia le pertenece a los comerciantes repartidos en estratos: en la base los vendedores callejeros, ambulantes, en medio los emprendedores dedicados al trajín de mercadería de segunda mano, sin establecimiento fijo y arriba, en la cima de la cadena trófica, los “importadores”, aquellos que caminan el alambre del contrabando y la ilegalidad sin nadie que les tosa.

Se trata de una burguesía mestiza, de oro y mantilla que hace del Gran Poder, Urkupiña y otras fiestas de guardar, un preste eterno donde el folclore es la ocasión perfecta para ostentar su riqueza. Ellos no piensan en hacer las maletas en dirección a un nuevo rumbo allende el Atlántico; sus apuros financieros están relacionados con la inversión en convites y contratos de rendimiento inmediato con Bronco, Ana Bárbara, Lucero o Modern Talking secuestrados del geriátrico. De hecho la aduana no es un problema, sino un inconveniente, y siempre se podrá acudir a padrinos y madrinas incrustados en alguna esfera del poder-aquí tampoco existe la discriminación de género- para resolver lo que sea.

Son ellos, sin duda, grandes benefactores de los partidos, dinero que entra por la puerta trasera, sin preguntas incómodas sobre su origen y que dado el caso cumple a la perfección con su cometido porque a nadie le interesa una ley que norme el financiamiento de la actividad política en el país. Vivir en el limbo jurídico siempre ha sido un buen negocio en Bolivia y, de algún modo, lo seguirá siendo a pesar de la reforma que se anuncia y promociona como la panacea para todos los males de la administración de justicia. Ya lo dice el refrán, en río revuelto lo siguiente, que es la perversión de un sistema económico exclusivamente enfocado en la exportación de materias primas, fundamentalmente gas, que camufla ciertas falencias estructurales en el ejercicio de una economía que se vende como “plural” y se conjuga en “singular”.

Poco importa que la mayoría tengamos dificultades para llegar a fin de mes, que los empresarios hagan juegos malabares para mantener la planilla sin fisuras, negociando con los sindicatos el aumento salarial de cada gestión debajo de la mesa, ni que los precios del transporte y la canasta familiar oscilen en función de las decisiones del Gobierno; aquí de lo que se trata es de sostener el discurso demagógico y vacío del colchón de las reservas internacionales que nos mantiene a todos a flote mientras el tsunami de la crisis financiera global engulle la economía de los vecinos. Porque, me pregunto, si alguna vez usted se ha puesto a pensar hasta cuándo durará este vivir al borde del abismo sin precipitarse al vacío. Si en definitiva será sostenible en el tiempo y en el espacio.

Esta duda razonable conduce inevitablemente a otra: ¿cuán influyente es la economía de la coca? ¿Y el contrabando? ¿Y la informalidad? Prefiero pensar que muy poco; no me atrevo a afirmar “nada”. Esto no quiere decir que seamos un país de cocaleros, contrabandistas e informales; somos mercaderes en esencia, vendedores y consumidores, herederos del trueque y el intercambio, la oferta de último momento y los descuentos de temporada, por aquello de la ley del mínimo esfuerzo. Nos encanta la tajada de la torta, el conichi recalentado y, siempre que sea posible, ahorrarnos el engorroso papeleo. Podría afirmar que es una cuestión cultural.

En tanto el vendedor de dietas insiste. Lleva tantos pines enganchados de la chaqueta que él ya es de por sí un reclamo publicitario.

-Señor, ¿puedo ofrecerle este sensacional Reduce fat fast?

No le contesto. Basta una mirada que le dice “hijo mío, que yo no estoy para esos trotes”.