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Por Ramón Grimalt

El otro día Patricia se despidió con un simple “bye”. Alzó una mano huesuda, apenas cubierta por una lámina transparente de piel, y me deseó suerte porque ella, adonde iba, ya no la necesitaba.

-Hasta aquí nomás. Me rindo. Estoy cansada. Y sola. Me dijo con la boca pequeña, mínima, entornando los ojos.

-Anímate. Todavía te queda una batalla…

Negó con la cabeza y me miró condescendiente. Aquellas palabras ya no tenían significado para ella. Ni para sus seis compañeras en el pabellón de mujeres de la Unidad de Oncología en el Hospital de Clínicas de La Paz.

-La morfina calma el dolor. Pero se está acabando. Las voluntarias me traen cuatro ampollas por semana. No les quiero confesar que no me alcanza. A veces, de madrugada, el dolor es insoportable. He aprendido a callar. A llorar en silencio. Me acuerdo de mi niñez, en Trinidad. Era feliz. Pero un día cambió todo. Me diagnosticaron cáncer de mama y ya sabes…

Saber, lo que se dice saber, muy poco, lo justo, porque al cáncer hay que tenerlo lejos; pronunciar esa palabra equivale a una maldición gitana. Supongo que a las autoridades les sucede lo mismo. No es extraño, por eso, que cuando un centenar de pacientes y familiares decide bloquear una calle exigiendo respeto y mejores políticas, la respuesta sea una declaración de intenciones del tipo “el Gobierno nacional es consciente de la problemática y se compromete a atender sus requerimientos a la brevedad posible”. La cuestión pasa por determinar el espacio temporal correspondiente a “brevedad posible”. Creo que ese dilema no lo resolvió Albert Einstein.

-Yo no les creo. El otro día vino la ministra. Es una linda chica. Parece buena. Y noble. Pero esa cantaleta la vengo escuchando desde hace años.  Es la misma. Y ayer se fue doña Margarita, que era de Yungas. Siempre estaba de buen humor. Aun cuando volvía de quimioterapia. Pero no despertó. Se murió en su camita sin avisar. Que no me vengan con cuentos. Yo no les creo.

Fui incapaz de mirarla de frente. Los enfermos de cáncer son noticia cuando hacen ruido y desvían el tráfico a la altura del Estado Mayor. Entonces se movilizan unidades móviles, se recogen testimonios y se busca una respuesta de las autoridades. Doña Margarita no salió en los titulares; ni en una esquela en la página necrológica. Una empresa de servicios funerarios, en el marco de su política de responsabilidad empresarial, se encargó de rendirle sepultura en una ceremonia breve, fría, impersonal.

-No tenía familia. Nadie la visitaba-me contó Patricia-Los domingos unos cristianos le dejaban una bolsa con fruta. Ahora que se ha muerto, me la traerán a mí… Hasta que me muera.

El especialista en cuidados paliativos dijo que no sabe de dónde saca las fuerzas Patricia para aferrarse a la vida. Es un buen tipo, como el resto del personal. Tienen una pega difícil, de alta complejidad que no envidio. Lidiar con la muerte es una experiencia que acaba marcándote de por vida, sobre todo si uno tiene hijos en casa. Ves a los pequeños enfermos con la cabeza rapada o cubierta con un pañuelo por cuestiones del tratamiento y el mundo se viene abajo. No te ves capaz de comprender por qué hay presupuesto para construir, mantener y promocionar un museo en Orinoca mientras se debate sobre la conveniencia de comprar un acelerador lineal de veinte millones de dólares. Alguien todavía no entiende que salvar una vida equivale a salvar a la humanidad; honestamente prefiero pensar que es una cuestión de ignorancia, ese sambenito que llevamos desde la fundación de la república. Sería terrible considerar, siquiera por un momento, que la política y la perpetuidad del líder superan las necesidades inmediatas de un sector vulnerable de la sociedad boliviana.

-Al presidente le diría que también somos bolivianos. Tenemos derechos. Algunos votamos por él. Creíamos en un país diferente, sin diferencias. En el momento de la verdad, qué te puedo decir, Ramoncito.

-No digas nada, Patricia. Descansa. Le recomendé al verla tan apesadumbrada, decaída.

-¿Descansar? Descanso todo el día. Mira, acabo de cumplir 43 años. ¡Y parezco de setenta! Esa quimioterapia… No la resisto más. Tengo náuseas. Y dolores de cabeza. El cuerpo no responde. No tengo apetito. ¿Sabes? Sólo quiero dormirme y no despertar. Terminar con todo este sufrimiento. Los voluntarios de la iglesia dicen que desear eso es pecado. Y digo yo, ¿acaso no es más pecado permitir que se castigue tanto el cuerpo?

Ese es otro jardín, un debate que prefiero postergar. Perdido en la profunda mirada de Patricia, atrapado por unos ojos que hace algún tiempo reflejaban la luz y la sana ambición de disfrutar la vida en plenitud, sin red, miré alrededor. Hombres y mujeres, todos pacientes, comparten un destino final. María, con media sonrisa en los labios, admitió haber visto la luz al final del túnel “pero todavía no era mi hora”; Carlos, natural de Villamontes, pidió un televisor para ver los partidos de Petrolero “porque es la única ilusión que me queda”; Valeria, una jovencita de apenas veintidós años reclamó por una peinadora que le prometió la esposa del alcalde durante una visita y que nunca llegó “porque hasta en situaciones como esta hay que verse bien”; Marco, potosino, y exdirigente cívico, me preguntó si tenía un libro sin importar título, tema o autor “que aquí las horas pasan muy despacio y ahora tengo tiempo para leer, lo que nunca pude hacer en los socavones”.

Tomé nota, claro. Apunté cada palabra. El periodismo obliga al detalle, ese que marca la diferencia con una nota de un minuto y medio, para rellenar el informativo central entre los vaivenes del caso Zapata y el nuevo lanzamiento de Milton Cortez. Es lo que hay, lo que somos. Forma parte de nuestra condición de ciudadanos de una sociedad que se declara posmoderna, solidaria, donde todos somos París o Manchester cuando un atentado yihadista se lleva veinte jóvenes en un concierto de Ariana Grande, pero a muy pocos les importa la despedida de Patricia.

Bye, Patricia. Hasta pronto.