Idón Moisés Chivi Vargas
La Segunda Guerra Mundial hizo que el mundo entero, pero muy particularmente Europa —víctima de sus prácticas coloniales— y por detrás EEUU, visualizara al racismo como un problema político y, por lo tanto, la necesidad universal y humana de diseñar mecanismos para contrarrestarla, debilitarla y disolverla en pos de su paulatina erradicación en el Estado y la Sociedad.
La Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (1948) y la Convención Internacional contra el Racismo y toda Forma de Discriminación (1965) son los instrumentos internacionales fundantes para comprender la aspiración humana de erradicar el racismo.
Pero el racismo no es un problema propio de la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que los europeos y los norteamericanos lo hayan vislumbrado políticamente, hayan hecho conciencia jurídica y generado su repudio universal ‘después del holocausto’ (millones de judíos asesinados en las cámaras de gas y los hornos crematorios por razón de raza), no es más que el momento previo, la señal y el inicio de que algo andaba mal en la humanidad entera.
Ese algo que andaba mal tiene un nombre: ‘racismo’… Y un apellido: ‘colonial’.
Efectivamente, los estudios de Claude Levy Strauss (1952 por encargo de la Unesco), Michel Foucault (1976), Paul Feyerabend (1978), ZvetanTodorov (1989), Michel Wieviorka (1990), Sebastián Mira y Caballos (2009), Bartolomé Clavero (2011), Eugenio Raúl Zaffaroni (2012) por un lado, y por el otro, las indagaciones de Albert Memmi (1965), Frantz Fanón (1969), Pablo González Casanova (1969) y Silvia Rivera (1989-2009), vistos en conjunto, nos llevan a la conclusión de que el racismo es un dato de poder cuya historicidad nos remite directamente al proceso de colonización iniciado por Christophorus Columbus (Cristóbal Colón).
De hecho, como lo señala el búlgaro Zvetan Todorov, si tuviéramos que buscarle una fecha de nacimiento al racismo ésa sería el 12 de octubre de 1492.
Estos científicos sociales (historiadores, antropólogos, filósofos y juristas) denuncian —en resumen y de variadísimas formas— que el racismo es un producto elaborado a lo largo de los últimos cinco siglos sobre un cimiento llamando ‘diferencia racial’, pero cuyo eje fundante es la ‘diferencia religiosa’, tal como últimamente lo evidenció la relatora especial del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas, Tonya Gonnella Frichner en su Doctrina del descubrimiento (2012).
Un recorrido por estos autores y sus reflexiones nos permite pasar de una creencia ingenua en la conquista del paraíso, a conocer —y por lo tanto comprender históricamente— el genocidio de los imperios azteca, maya e inca y todo lo que los rodeaba. Un tercio del planeta fue puesto a disposición del genocidio, el robo y la humillación. El genocidio de cantidades no cuantificadas de culturas, en climas tropicales o áridos, que no habían llegado a un nivel de estatalidad concentrada, como las primeras.
Estos hechos constituyen —hoy en día— la evidencia de que millones perecieron en nombre de un dios carnicero, un dios que Bartolomé de Las Casas no reconocía como cristiano. Y será precisamente gracias a Las Casas que tenemos testimonios de la barbarie europea, del racismo en su génesis mercantil, en su diseño arquitectónico, en su normalización y sedimentación religiosa y militar, todo bajo la mascará evangelizadora.
Al lado de Las Casas, el cronista indio Guamán Poma de Ayala (1612) nos describirá de un modo casi tomístico la transición entre el buen gobierno del Tawantinsuyo y el mal gobierno colonial, donde entre relato y relato se puede analizar los orígenes del racismo en el orden colonial del siglo XVI.
Así pues, el racismo es el resultado, el producto final, de una larga cadena de apologías de la invasión, el genocidio y el saqueo, desde la llegada de Colón a estas tierras. De hecho, el molde acuñado en las Américas fue utilizado prolíficamente por África, India, Asia y Australia.
Unos hábitos donde unos se miran, sienten y actúan ‘normalmente’ como inferiores, y otros se miran, sienten y actúan ‘normalmente’ como superiores. Esa es la dimensión de una sociedad con profundas herencias coloniales. Herencias típicas en una sociedad de acomplejados.