Gonzalo Lema
No es posible recurrir a las previsiones de ley cuando políticamente se ha perdido legitimidad. El político lo sabe. Ya no funciona refugiarse en el marco legal vigente cuando el discurso y la conducta oficialistas apenas flotan pelusamente mientras todo el país es un hervidero bullente, revuelto y contradictorio sin que importe a quién le asiste la razón. Ya nada le sirve a ese político cuasi huérfano que mira la morosidad del calendario haciendo cálculos tortuosos a la espera inútil de que las aguas se calmen. Que ya no se aplique el revocatorio. Que en todo caso el presidente sea sustituido por el vicepresidente. Que no corresponde adelantar elecciones. Que sigan los muertos hasta la finalización del mandato. Que amenace con encarcelar al diputado opositor y que, paradójicamente, es mayoría de 2/3 en el congreso de la República. Que es injerencia pura del imperialismo. Que la derecha es fascista y criminal. Que la empresa privada ha saboteado, vía el lockout, la economía nacional. Que tenemos a la OEA en contra.
Es probable que parte de razón tenga, porque descreo, como muchos, de quienes se atribuyen la razón entera.
Venezuela vive el ejemplo penoso que nuestra América genera cada cierto tiempo. Su presidente esgrime por sus altos hombros la Constitución y declama teatralmente la oratoria enclenque del imperativo de la ley, pero el mundo enterado piensa que, más bien, el incumplimiento de esa misma ley, la graciosa confección de leyes a medida, la ausencia de concertación con quienes piensan diferente, el tontísimo afán de volatilizar a sectores de la sociedad para que la vida se parezca a su sueño, y la instrumentalización de las fuerzas armadas lo ha puesto donde ahora está: en el vacío. Se diría que en caída libre y sin red.
Poco importa su suerte individual. En todo caso, no es lo primordial. Pero lo cierto es que la vida se pone muy difícil para quienes deben trabajar en condiciones imposibles, o estudiar, o cuidar de niños, de ancianos o de enfermos. Difíciles condiciones para hacer la vida normal que incluya algo de esparcimiento. De paz. De tranquilidad. Inútil negar el odio creciente de la gruesa población a la militancia del partido oficialista, y viceversa. Mal vecindario con Colombia. Cuantiosa censura internacional de dignatarios de Estado. ¿Acaso cuándo el infierno son los demás el cielo es uno mismo?
Insisto: poco importa saber a qué sector le corresponde la razón más grande. Ese es un análisis que los investigadores han de realizar en mejor momento. Lo que sí se debe trabajar es la necesaria legitimidad que todo gobierno necesita para habilitarse moral y éticamente ante su pueblo. Sin ella, no hay nada.
Bolivia ha desarrollado, desde siempre, lazos de hermandad con el pueblo venezolano. Se puede afirmar que esos lazos son más estrechos que los que tenemos con cualquiera de los cinco países vecinos. He escuchado en la radio la opinión de un boliviano al respecto, pero indica que los lazos fueron promovidos por el gobierno de Chávez y Maduro. Con todo respeto, discrepo. La hermandad, pese a la lejanía, se gesta en la guerra cruenta de la Independencia de España. Con nuestros primeros presidentes. Con olas de democracia a lo largo del siglo XX. Venezuela, otrora un país rico pero de pésima redistribución de su riqueza, nos ha mirado con cariño atento de hermano mayor. Los bolivianos lo hemos sentido así, siempre. Por eso nos apena su mala suerte actual. Algunos gobiernos, quizás en el mundo entero, parecen distorsionarse por el mero afán de perpetuación. Trabajan, como lo más importante, la hegemonía de su partido y visión. Pero la vida muestra que mucho mejor es la multiplicidad de visiones y la concertación de cada día. El trabajo del político es ese: superar las contradicciones, concertar y lograr que su país progrese. Cuando quieren que la vida se parezca sólo a su sueño, estamos frente a la pesadilla. El pueblo se revela y comienzan los muertos.
Nicolás Maduro ya no tiene legitimidad. Si ama Venezuela, como es de esperar, debe convocar a elecciones para recuperar la paz imprescindible e irrenunciable.