Noticias El Periódico Tarija

Franco Sampietro

Uno de los libros más afortunados de Arturo Jauretche, ´El medio pelo argentino´, consiste en un largo análisis de las taras de la clase media vecina. Tan edificante, agudo y vigente ese trabajo, que podría también aplicarse perfectamente a la clase media tarijeña (copiona de la Argentina) o a la de cualquier país de Sudamérica. Allí se define, por ejemplo, el concepto de “tilingo” (entre nosotros: “creído”) de clase media: “es el que padece distorsión entre grupo de pertenencia y grupo de referencia; es decir: quien es pobre o de clase media pero se cree que sus intereses son los mismos que los de los ricos, a los que toma de referentes, imita en lo que puede y copia su discurso”.

Impoluta definición que ayuda a identificar, en primer término, al grupo social que votó y sostiene todavía la desastrosa gestión de Mauricio Macri, a pesar de que la totalidad de sus medidas apunta a hundir en la pobreza a esa misma clase media. Esto es: apoyan a Macri por una cuestión simbólica o afectiva -tan fuerte- que casi se diría compulsiva. ¿Cómo es posible que la gente piense y actúe en contra de sí misma?, ¿cómo es posible que haya tantos muertos de hambre (por decirlo de una forma clara) de derecha?, ¿cómo se ha hecho para lograr que el sentido común de los pobres sea fascista?.

Tal vez la respuesta sea más simple de lo que parece. Tal vez todo consista en tener el capital suficiente para apoderarse del aparato comunicacional, el que más desarrollo ha tenido en las últimas dos décadas, la verdadera revolución de nuestra época. Revolución, por cierto, profundamente colonialista: se dedica a colonizar las subjetividades. Una subjetividad colonizada ya no habla desde sí misma, sino desde la opinión pública, que es la opinión de la gente sin opinión propia. Es cuando alguien dice algo que dicen todos pero no dice algo propio. Utilizando el vocabulario de Heidegger: pasa de hablar a “ser hablado”. De aquí la férrea defensa del monopolio comunicacional. El poder comunicacional: el verdadero poder político de la derecha (que a veces, como en Bolivia, se hace llamar izquierda para actuar más furtiva). Cuantos más medios en mi poder, más poder de colonizar subjetividades. Así, el Grupo Clarín, el que lo puso a Macri, solamente en la televisión tiene treinta y cinco canales principales; sin contar las radios y los medios gráficos. Se sabe de sobra: cuantas más subjetividades sean tuyas, más te harán caso, votarán por lo que vos digas, apoyarán las medidas que se te dé la gana y odiarán a quien les señales.

Casi Seguro esto es más difícil de imaginar desde Bolivia, donde la TV está atrasada a años luz de la TV argentina: por suerte para Bolivia. Pero lo cierto es que desde allí, impunemente, el segmento social recalcitrante que hoy día maneja el país (y del que Macri no es más que la cara más visible), impone un discurso abiertamente racista. Básicamente, contra los bolivianos, peruanos y paraguayos. Y a falta de un argumento mejor –no tiene ninguno- los acusa de aumentar el narcotráfico. Causa risa, o náusea: el cuatro por ciento de la población carcelaria total es extranjera allí.

Vea, presidente Macri, como paisano suyo me da infinita vergüenza su bajeza, su miseria humana (que espero no ensucie al resto de nosotros), y democráticamente siento el deber de hacerle este comentario, aunque sea para el éter: no haga ni permita que se haga con el concepto de narcotraficante  lo que los militares hicieron con el de subversión. Si a partir de ahora, todos o una minoría social o étnica, vamos a estar bajo sospecha de ser narcotraficantes, entonces es cierto: está gobernando otra vez lo más bajo, lo más sórdido, lo más oscuro, lo más peligroso de la Argentina.

Y es que se sabe de sobra: la derecha no da trabajo, reprime. Tiene pocas ideas, de ahí que tenga muchas armas. El único antídoto contra la inseguridad –palabra predilecta del oficialismo- es el salario digno. Pero no: controlemos a la crisis controlando a la gente; controlemos a la gente inventando sospechosos y culpables.

Este es, en resumen, el discurso que ha instalado la agenda macrista en los medios (también macristas): Argentina ha sido invadida por inmigrantes de los países vecinos. Estos vecinos son totalmente indeseables: Argentina, ahora, desprecia y odia al resto de Sudamérica, porque es racial y culturalmente superior. El otro es el invasor; él es el argentino. La prioridad a resolver no es la crisis económica -y social consecuente- sino la seguridad de sus ciudadanos. Los que amenazan la seguridad son estos “negros” inmigrantes.

Y es que hoy en la Argentina es muy fácil sentirse alguien, sentirse que uno es algo más que un pobre diablo asustado que vive en un país que es de otros. En un país que lo maltrata y cuyo principal explotador y estafador es el propio Estado. De modo que basta con hablar pestes de los “bolitas”, los “paraguas”, los “perucas” para imaginar que uno es dueño de la patria, que estos vienen a ensuciar. Sienten, de pronto, algo que hace mucho no sentían: que tienen un terruño, un país que les pertenece. Que tienen un ser. Que valen algo. Que son argentinos y que la Argentina es de ellos, ya que son los otros quienes se la vienen a robar. Qué fácil les resulta reinventar el país, reencontrarse con el orgullo, con cierto linaje místico. Qué simple les resulta no pensar lo poco que son: apenas un número de una estadística de un país que los pasa por encima como alambre caído. Y sin embargo, una vez más la patria los convoca. Porque, si nos asalta un compatriota, vaya y pase; es una contingencia nacional que ya solucionaremos a su debido tiempo. Pero que nos asalte un extranjero, es intolerable. ¿Cómo se atreve a agredir a uno de los nuestros, a uno de los dueños de la patria?: duro con él.

La xenofobia surge de la ignorancia de creer que el país nos pertenece sólo a nosotros, que los únicos con derecho a ser patriotas somos los que nacimos en su suelo, y que el otro (el extranjero que se quiere integrar) será siempre un sospechoso. Su única culpa es no haber nacido aquí: haga lo que haga cargará ese estigma.

Si un argentino vive en el extranjero, “se está ganando la vida”; si un boliviano vive en Argentina, “viene a quitar trabajo”. En la abundancia dirán “viene a disfrutar nuestros logros”; en la escasez, “viene a robarnos lo nuestro”. Cuando privatizan afirman “hay que achicar al Estado para agrandar la Nación”; cuando reprimen sostienen: “hay que agrandar al Estado para someter a los díscolos”. Podríamos enumerar una lista muy extensa de estereotipos de razonamiento prejuicioso. Y ello porque el chivo expiatorio es eso mismo: un comodín que le hace un favor muy grande a todo fracasado.

En medio de una coyuntura que podemos llamar sin vergüenza espantosa, con un gobierno entregado al neoliberalismo salvaje que estructuralmente mata más seres humanos que cualquier fundamentalismo y que corrompe a la sociedad más que todos los narcotraficantes, el pobre argentino de clase media percibe que se hunde en un pozo sin fondo. Y viene el inmigrante boliviano para salvarlo. Él, que agoniza de impotencia ante un gobierno usurero, con un jefe que le arruina la vida, con una mujer o un marido o una familia a la que apenas aguanta, o que escucha la radio de la derecha, ve la TV descerebrada, hojea el periódico inofensivo, ahora, súbitamente, habla en nombre de algo que le pertenece: el país. El oficialismo afirma que bajará otra vez la edad para ir a la cárcel, de dieciséis a catorce años; pero a él esa aberración no le importa, porque ahora tiene una patria. ¿Quién le dio eso que por sí mismo jamás habría tenido?: el boliviano.

En el famoso ensayo ´Reflexiones sobre la cuestión judía´, Jean Paul Sartre estima que si el judío no existiera, la cultura antisemita tendría necesidad de buscar otro chivo expiatorio para reemplazarlo. Con el clasemediero macrista, racista, pretencioso, frustrado, pasa lo mismo: si el “bolita” no existiera, ese pequeño argentino que precisa odiar a alguien para sobrellevar su impotencia, tendría que inventarlo.