Franco Sampietro
“No hay ningún documento de la civilización que no sea al mismo tiempo un documento de la barbarie”, Walter Benjamin
En el Continente Americano empezó todo. Esto es: empezó el despliegue de eso que la burguesía europea inició con el descubrimiento, la conquista y la explotación de América y que continúa –y continuará- vigente y pujante todavía: el capitalismo depredador.
En 1.492 Europa descubre América para que América deje de ser lo que era y empiece a ser lo que Europa precisa que sea: un botín infinito. Al ser el errático viaje a las Indias la gran epopeya de la expansión de la burguesía, se transforma en el punto en que se unen, en que se ligan poderosamente, todas sus características iniciales. Las que, a su vez, podrían resumirse en su sola: depredación del planeta entero para crear riqueza.
El capitalismo, en un mismo movimiento, descubre América y se descubre a sí mismo. Su espíritu es el mismo de ahora: el de la globalización, el de la conquista de mercados para abastecer sus medios de producción: lo que éstos le reclaman. Donde esté la riqueza que necesita para aumentar su poder y dominar a los hombres y a la naturaleza, ahí estará presente. Europa –encarnada en la figura transitoria de Colón y la España monárquica- invade América por los mismos motivos que uno inicia el movimiento y el otro (Estados Unidos hoy en Irak, por ejemplo) lo mantiene vivo y continúa.
Tanto Adam Smith como Karl Marx destacaron la importancia de nuestro continente para la acumulación originaria de capital. Marx, incluso, llega a afirmar en las primeras páginas del ´Manifiesto´ que el “descubrimiento” de América posibilitó la creación de la gran industria. Es decir: hubo capitalismo porque hubo conquista de América. Para todo pensador Europeo en particular y para todo europeo en general, América es, en efecto, descubierta para Europa. La mirada europea, al ser la de la civilización, “descubre” todo territorio en que su codicia se deposita. La civilización introduce en la Historia todo territorio descubierto. Así, los conquistados estarán siempre en deuda con los conquistadores, aún cuando estos saqueen sus riquezas: sin ellos estarían fuera de la Historia. No es casual que Hegel haya creado la expresión “pueblos sin historia” para aquellos que permanecen ajenos o rezagados ante la marcha del devenir (que es, en teoría, la historia de Occidente, y en los hechos, la historia de Europa). Así, en uno de los textos más explosivos de los años 60´ (época explosiva de por sí) un gran intelectual argelino, Frantz Fanon, urdió un libro extraordinario que describía desde adentro al colonialismo de Francia en Argelia (hoy Francia padece, “sin entender”, a los terroristas de Argelia); ese trabajo llevó un prólogo más explosivo todavía del francés Jean Paul Sartre, quien decía, por ejemplo: “No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado” (prólogo a ´Los condenados de la tierra´). Es por eso que Sudamérica debe ser pensada, hoy, por nosotros sudamericanos, por medio de dos conceptos: a) conquista en tanto saqueo; b) condición de posibilidad del surgimiento y desarrollo del capitalismo europeo.
EL PRIMER PASO
El mercado mundial, aún cuando no haya ningún mecanismo histórico que lleve a la Historia por sus caminos más eficaces, reclamaba, para asegurar el desarrollo veloz y vigoroso del sistema, que el oro de las Indias no quedara en manos de los españoles, sino de los ingleses. En otras palabras: las condiciones para la revolución industrial no estaban dadas en España. De hecho, España tampoco creó nada en Sudamérica. Sólo se llevó el oro para el goce de sus clases altas y sus reyes. De modo que la acumulación originaria –que hizo posible la revolución industrial- fue más bien obra de piratas ingleses. De los bucaneros, que les quitaron el oro a los galeones de España. Se diría que los corsarios y filibusteros le sacaron el dinero al goce y se lo dieron a la producción. A la bolsa de Londres. A la revolución industrial. Generaban trabajo. Creaban proletarios. Ideologías. Sindicatos. La Comuna de París. Los piratas ingleses fueron, así, la cuña por ser quienes derivaron a la producción las riquezas del Nuevo Mundo, y también por ser los que transportaron la mano de obra esclava arrancada de África y reclamada justamente para apoderarse de los metales de América. Con el tiempo –como todo- la piratería se va anquilosando; de ahí que los piratas de hoy no sean más que unos miserables que acabarán destruyendo el planeta, no desde los bergantines, sino desde las finanzas. ¿Es anormal, entonces, que vivamos en un sistema que desborda codicia, avidez, indecencia, crueldad, usura, criminalidad?: no, si tenemos en cuenta que lo trajeron los piratas.
Todo aquel que haya estudiado la conquista de América se encuentra, no sólo con una leyenda negra, sino con una historia demoníaca apoyada por la cruz, ejecutada por la espada y narrada por un fraile sensible, honesto y renegado: Bartolomé de Las Casas. Historia y leyenda que en la España actual se niega de plano. O se la considera exagerada. Por el contrario, celebran el “Descubrimiento” con pompa y circunstancia como desbocados nuevos ricos, sin pensar que ofenden con tanta parafernalia a los descendientes de esos pueblos originarios. Y sin embargo, bien caben para España las palabras del famoso cálculo que hizo el venezolano Luis Britto García: “Informamos a los descubridores que nos deben, como primer paso de su deuda, una masa de 185 mil kilos de oro y 16 millones de plata, ambas cifras elevadas a la potencia de 300, y que supera ampliamente el peso total del planeta Tierra. Muy pesadas son esas moles de oro y plata. ¿Cuánto pesarían calculadas en sangre?”. (También en grandes autores europeos existe ese reconocimiento). Y como dice Feinmann, si los europeos se hicieron a sí mismos con lo que se llevaron de Sudamérica, “lo que nos deben es, entonces, el ser”.
Lo cierto es que la deuda que tienen con nosotros es tan inmensa, que al fin es mensurable solamente como metáfora. Además, la conquista de América es el peor crimen de la historia hasta donde llega la memoria humana: por el número de las víctimas, por el volumen del robo, por la magnitud del vaciamiento cultural. En suma, Europa ha sido y es Europa por el saqueo de las colonias. Y sin embargo, lejos de imaginar alguna forma de devolución, el Occidente capitalista lleva su racismo al extremo. Los “esclavos” y los “monstruos” que fabricaron con su rapiña (los adjetivos son, otra vez, de Sartre: Carta sobre el humanismo), desesperados, hambrientos, quieren entrar al Viejo Mundo. O porque allí hay calidad de vida o porque huyen de regímenes sanguinarios sostenidos y armados por la misma Europa, según sus intereses.
En verdad, el capitalismo del siglo XXI es necesariamente xenófobo. Las sociedades opulentas, las que ocupan la centralidad del sistema que se dice global, sólo pueden generar riqueza en su propio territorio. Dejan de lado, aisladas, a las sociedades del hambre, cuyos habitantes invaden el centro. Son capaces de morir en el intento (y de hecho, mueren), pero no dejarán de asaltar la centralidad, donde podrían trabajar, comer, criar hijos: vivir, en suma. Y eso genera a los gobiernos de la derecha extrema –fascista- estilo Trump: dispuestos, también, a ejercer la dureza extrema.
EL CHIVO EXPIATORIO
No es exagerado afirmar que el odio al Otro es siempre racial. O mejor dicho: que el odio racial es una excusa (a veces, inconsciente) para el robo de los recursos ajenos. Y que el Otro es siempre, en todas las culturas, el negro. Desde esa forma de razonamiento –europea, capitalista- la negritud es enemiga de la civilización (o sea, del capitalismo). Esta reducción del Otro a la condición de bestia es también la condición de posibilidad de todo racismo. Véase este ejemplo de sinonimia entre explotación y civilización nada menos que de Hegel: “El negro representa el hombre natural en toda su barbarie y violencia; para comprenderlo debemos olvidar todas las representaciones europeas. Debemos olvidar a Dios y a la ley moral. Para comprenderlo exactamente, debemos hacer abstracción de todo respeto y moralidad, de todo sentimiento. Todo esto está de más en el hombre inmediato, en cuyo carácter nada se encuentra que suene a humano (…) Si pues en África el hombre no vale nada, se explica que la esclavitud sea la relación jurídica fundamental” (Lecciones sobre la filosofía de la historia universal).
En la conquista de América ese papel lo juega el Evangelio. Esto dice Colón en su diario de viaje sobre la supuesta ausencia de civilización de los indígenas arawaks de Las Antillas: “No llevan armas ni las conocen. Al enseñarles una espada, la tomaron por la hoja y se cortaron al no saber lo que era. No tienen hierro. Sus lanzas son de caña (…) Serían unos criados magníficos (…) Con cincuenta hombres los subyugaríamos a todos y con ellos haríamos lo que quisiéramos”. Y sin embargo, para una España que había expulsado de su santo territorio a los judíos y a los musulmanes y cuya casta Inquisición limpiaba el reino de herejes e impuros, se dedicó entonces a matar inocentes para hacer menos salvaje el saqueo del oro. Así, al no tener los indios “alma”, al negarse a ser evangelizados, sólo restaba matarlos o esclavizarlos, dándoles un trato peor que a los animales. Se aplicó, una vez más, el aserto de San Agustín: “La misión de la Iglesia no es liberar a los esclavos, sino hacerlos buenos”. Y esto que suena a mundo arcaico, es sin embargo uno de los temas más calientes de este actual momento histórico. Los bárbaros “atacan” las ciudades de la opulencia. Con sólo odiar a los bolivianos, todo porteño se siente más europeo; con sólo odiar a los collas, todo tarijeño se piensa medio español. ¿Qué son, sino los inmigrantes, y por ende, los negros?: la escoria social más despreciada en Europa.
Compárese, ahora, estas palabas de Hitler sobre los judíos con las conocidas declaraciones de Trump sobre los mexicanos: “El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos (…) Propagarse es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un campo de nutrición” (Mi lucha, capítulo XI). El odio al Otro, al diferente, es, en todas las culturas y en todos los tiempos una herramienta para seducir a los ignorantes, a los mediocres, a los resentidos, a los que no tienen otro modo de sentirse algo si no es por medio del odio a algún otro. Así lo resume André Gide en su diario del ´Viaje al Congo´: “Cuanto menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro”.
En el siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento, escritor, pedagogo, presidente de la república y autor intelectual del genocidio indígena denominado “La campaña del desierto” (palmario asesino conocido como “El maestro de América”), pontifica en muchos de sus libros opiniones como la siguiente: “Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Son unos indios piojosos, porque así son todos. Su exterminio es providencial, útil, sublime y grande; se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que ya tiene el odio instintivo al hombre civilizado” (Conflicto y armonía de las razas en América). Un siglo y medio más tarde, el presidente Macri (cuyo gobierno se empeña en expulsar a los inmigrantes vecinos por el tono de su piel) opina sin pudor que “a la Argentina llega la resaca de los países limítrofes”. Y pese a la desmesura a simple vista de la opinión de Sarmiento, no tiene con la de Macri más que una diferencia de grado, no de género: funciona de fondo el mismo tipo de “ratio” europea y anti-Latinoamérica.
De hecho, casi se diría que este fresco histórico expresa la trama interna de la condición humana. En efecto: la codicia y el crimen justificado con el racismo están en el origen del sistema capitalista, y aún hoy (con un poder destructivo apocalíptico) lo expresan igualmente. Así lo vio el cura Las Casas: “La causa por que han muerto y destruido tantas y tales e tan infinito número de ánimas los cristianos ha sido solamente por tener su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días” (Brevísima relación de la destrucción de las Indias). ¿Tiene alguna diferencia fundamental ese cuadro con la destrucción de Irak, de Libia o de Siria?. Por el contrario, la codicia del neoliberalismo global –que sus propios teóricos defienden como su núcleo más dinámico- se presenta como voluntad de poder. Heidegger, interpretando a Nietzsche para dar peso filosófico a la teoría nazi del “espacio vital”, dirá que los dos elementos de la voluntad de poder son la conservación y el crecimiento. Si se quiere conservar lo que se tiene hay que crecer. Hay que expandirse, hay que reclamar espacios que no son de uno, pero son vitales. El capitalismo es un sistema esencialmente expansivo. Y hoy tanto como lo fue siempre. No puede prescindir de la depredación constante, porque se detiene, y por ende, derrumba.
Y sin embargo, increíblemente, aún hay gente que no entiende el verdadero papel del ecologismo; esto es, defender el hábitat de un saqueo y depredación que por definición no tienen límites, ni moral, ni racionalidad tampoco. Y no es exagerado afirmar que el ecologismo es prácticamente la única arma capaz de frenar a un sistema que pugna, tenaz, por seguir imponiéndose y sometiendo a la naturaleza y al hombre. Y aunque han pasado muchas cosas y han cambiado muchas formas, no así eso que podemos llamar lo esencial: el aspecto expansionista. Expansión que tendrá distintos nombres (conquista, colonialismo, imperialismo, sub-imperialismo, colonialismo interno, invasión, saqueo, guerra anti-terrorista) y hoy lleva sobre todo el de globalización. Globalización cuyo expansionismo actual alimenta un espíritu de conquista, un accionar bélico, una industria de la guerra y un aparato comunicacional al servicio también de la conquista.
Y lo más peligroso de todo: que funciona de un modo automático. Es en esa línea que tenemos hoy en Bolivia a un gobierno en que se dice anti-colonial; incluso ha creado un esperpéntico Ministerio de Descolonización que sólo se usa para dar una imagen políticamente correcta en el extranjero, mientras aplica en los hechos el modelo extractivista ortodoxo. Esto es, la venta a mansalva de recursos naturales a los países del Primer Mundo, que los devuelven industrializados: un modelo que es algo así como el arquetipo platónico del sistema colonialista anterior a la Segunda Guerra. Todo esto adobado con un presidente que se dice apóstol de la Pachamama, y es a esta altura el máximo depredador medioambiental de la historia de Bolivia. Y un vice que se presenta como cruzado de los pueblos indígenas, pero razona como capitalista europeo: “Los indígenas son incapaces de salir del atraso por sí mismos”…entre muchas opiniones parejas que podrían rastrearse. En suma: un discurso progresista -pero falsario- destinado a ocultar y confundir una praxis capitalista, antiecológica y retrógrada.
Si como dijo Marx, “El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo” (El capital, capítulo XXIV), no olvidemos que es la sangre y el lodo de América, y que no cabe a nadie más que a nosotros hacer algo por frenarlo.