Max Murillo Mendoza
Cuando empezó a hablarse del fenómeno de la globalización, con la caída del Muro de Berlín, las promesas del mundo desarrollado capitalista eran las de socializar todos los beneficios, económicos y tecnológicos, por todo el mundo. De globalizar el comercio y por medio de él las supuestas ventajas del intercambio entre los países ricos, con los países emergentes y pobres. Promesas que apuntaban a una mayor democratización de las instituciones; pero por supuesto acompañadas de las ilusiones económicas. De estos temas, por el sur del mundo, se desprendieron las políticas neoliberales: el rebalse de la riqueza hacia los sectores pobres. En definitiva, había un optimismo desbordado por la globalización y sus promesas realmente vislumbraban un mundo idílico y sostenible.
Hoy el presidente electo de los Estados Unidos desea destruir esas promesas, o los resultados de aquellas promesas. Treinta años después de la gloria de la globalización y el neoliberalismo, que sólo engordó más a los más gordos y enriqueció más a los países más ricos, ahora dicen los patroncitos que ya no les conviene la competencia de los países emergentes, porque no sólo exportan productos más baratos sino también exportan ilegales por millones. Pues mejor terminar con la globalización porque ya no convienen los negocios competitivos, porque la costumbre de los países dizque capitalistas es que nadie les gane en la competencia. La internacionalización de los negocios y las fábricas occidentales, que muchos de ellos se trasladaron al sur del mundo por los costos más baratos (mano de obra, impuestos, materiales) les resultó un buen tiempo en ahorros enormes de capital; hoy en apariencia ya no resultan tan baratos por la competencia de los productos del sur.
El capitalismo en esencia es injusticia, es una lógica perversa donde siempre ganan los más poderosos, pues así está hecho la lógica. Es decir, la lógica del sistema es que siempre ganen los dueños del sistema, es decir no hay competencia limpia como dice su discurso y sus bellas consignas de sus supuestas bondades. Desde hace doscientos años en general no cambian las realidades estructurales: los países colonizados y luego invadidos y luego impuestos a sangre y fuego el modelo capitalista (de izquierda o derecha es lo mismo), siguen siendo pobres incluidos los emergentes que aspiran a ser capitalistas. Las estadísticas del modelo son exactamente las mismas: los ricos precisamente siguen siendo los modelos a seguir en democracia, en instituciones y ni qué decir en riqueza. Sus estándares económicos y PIB individuales siempre están creciendo hasta el infinito. Esa constatación es en sí mismo la afirmación de que el modelo no permite competencia desde siempre, porque desde siempre los países ricos o inventores del capitalismo tienen las patentes y las llaves más importantes del modelo.
Es pues imposible hacerles competencia en este modelo. Para cierta competencia y sobrevivencia, los países pobres están destruyendo todo a su alrededor porque el modelo así lo exige. Los dioses de la acumulación capitalista son poderosos ciertamente, devoran absolutamente todo: incluido a todas las izquierdas del mundo que también siguen a pie puntillas las consignas del capitalismo, porque hay que acumular y acumular desde el Estado para demostrar riqueza y prosperidad a la sociedad aún a costa de todas las destrucciones posibles. Los dioses de la acumulación de riqueza destruyen culturas, naciones, identidades y costumbres, porque es un modelo unidimensional, es un modelo que sólo requiere de consumistas amorfos sin naciones y culturas, solo esclavos consumistas e individualistas, sin consciencia de nada. Y pues es un modelo que crece gracias a la destrucción del entorno, de la naturaleza, de los tejidos sociales, de la convivencia humana. Las pruebas científicas son demasiado elocuentes: cambio climático, calentamiento global y muerte de culturas e idiomas a lo largo de todo el mundo.
Los agoreros de este sistema y sus supuestas virtudes, no extraña que sean los descendientes de las colonias extranjeras que llegaron y se asentaron por el sur del mundo. Dichos portadores del desarrollo y progreso al mismo tiempo destruyeron las culturas milenarias, que tenían o tienen otras lógicas materiales, ideológicas y sociales, que nada tienen que ver con las lógicas económicas de occidente. Hasta hoy, esos sacerdotes del desarrollo y el progreso escriben y defienden a este sistema injusto, antihumano y absolutamente insostenible y destructivo con el medio ambiente. Para ellos lo más importante es la acumulación de riqueza, como ideología del progreso, como el máximo hecho humano a conquistar: los fines justifican los medios.
Pero el sur del mundo aprendió lamentablemente del modelo, de su destrucción, y empezó a fabricar y a imitar a occidente. Empezó a hacer competencia con el norte. Actitud que ya no le gusta al norte y al occidente industrial y capitalista. Entonces Trump reacciona brutalmente, como es él, para deshacerse de la globalización. Chantajea a México, a China, a todo el mundo dejando muy claro que las lógicas coloniales siguen vigentes, más modernizados y sofisticados pero en el fondo las relaciones internacionales son continuidades y linealidades desde hace siglos. Y las élites tercermundistas son las más esclavistas, las más imitadoras y pantomimos del capitalismo. Eso sabe muy bien Trump.
La Paz, 18 de enero de 2017.