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Francesco Zaratti
La tristeza que sentí la noche del domingo por Colombia me ha llevado a hacer un esfuerzo por comprender porque la mitad de los votantes rechazó los acuerdos de paz.  Se trata, en el fondo, del perdón, de su significado y su vaciamiento. Percibo que Colombia no está dispuesta a perdonar bajo las condiciones de los acuerdos firmados. Cuando “el comandante  Timochenko” afirmó “Ofrezco sinceramente perdón a todas las víctimas…”, dio un mensaje equivocado; el perdón se lo pide y se espera que lo concedan precisamente las víctimas, con base en un arrepentimiento sincero y una reparación efectiva. De hecho, a las FARC les falta aceptar que no hay conversión por conveniencia y sin perdón. Me acordé entonces de una columna mía de hace seis años, que, por su actualidad, reproduzco a continuación.

Un descomunal grafiti llena una pared blanca: “Perdón por el punto •”. La ocurrencia está en la desproporción entre la letra y el minúsculo punto. Me molesta, más que el daño a una pared recién pintada, la banalización de ese gran invento del espíritu humano (o ese don divino, según cantan algunos boleros) para recomponer las relaciones humanas y reconstruir la paz.

Diferente es el significado que le damos al perdón en el lenguaje coloquial. Según los argentinos es fácil identificar a un boliviano en el subte porque, si le pisan un pie, suele reclamar tímidamente con: “Disculpe, señor, me está pisando el pie”. Debido a una reciente ley, dejo a la imaginación del lector la reacción de un porteño en la situación opuesta.

Abundan ejemplos públicos de pedido o, peor, exigencia de perdón. Recordarán que, durante el Mundial de Sudáfrica, Joseph Blatter, pidió perdón a EEUU, Inglaterra y México por los crasos errores arbitrales cometidos en su contra. En otro ámbito, se exige al Papa que pida perdón a las víctimas de los abusos sexuales de miembros del clero y a los pueblos originarios por los excesos cometidos por la Iglesia en el tiempo de la colonia. También nuestro Presidente ha mostrado valentía pidiendo perdón, en varias ocasiones, por algunos excesos de palabra o de rodilla.

Pero, ¿cómo saber si esos pedidos de perdón son sinceros? Hay algunas preguntas que nos pueden ayudar a salir de la banalización y vaciamiento del perdón.

En primer lugar:” ¿Quién tiene que pedir perdón?”. Evidentemente él que voluntariamente reconoce haber cometido la ofensa o el pecado, o bien el representante de la comunidad autora del ultraje. Aplicando esta observación a nuestros casos, si bien tiene sentido que el Papa pida perdón por los abusos cometidos durante la Colonia por la institución que representa (con todo lo anacrónico que conlleva ese juicio), tiene menos sentido que Blatter, que no es el representante de los árbitros, ni siquiera los designa personalmente, pida disculpas por los errores de aquellos. ¿No será un lapsus freudiano por su injerencia en la faena de los árbitros?

Además, “¿a quién hay que pedir perdón?” Desde luego a las víctimas, porque sólo ellas pueden otorgarlo. No lo pueden conceder sus “representantes”, ni siquiera los parientes y descendientes. Consecuentemente, nadie puede perdonar a los nazis por la Sho’a, porque las víctimas ya no viven. O sea, hay crímenes que no tienen perdón. Nadie puede ya otorgar el perdón al asesino que, frente a las cámaras de televisión, lo implora lagrimeando, sólo para salir del apuro. O a quien pone absurdos “peros”, al estilo de: “Era una mujer virtuosa, pero cayó en la trampa de casarse con un cornudo”.

Finalmente, un requisito esencial para recibir el perdón es la reparación (penal o pecuniaria), hasta dónde se pueda, y la muestra sincera de un cambio de actitud. ¿No es precisamente el arrepentimiento lo que falta en tantos frívolos (y cínicos) pedidos de perdón?