Aquel día lo vi distinto, tenía la mirada enfocada en lo distante y parecía no estar ahí. Ahora que lo pienso, tal vez presentía que ese sería su último día de vida. Después de observarlo unos minutos me aproximé y le dije: “Buen día abuelo, como estas”, pero él extendió su silencio. Entonces me senté junto a su sillón y luego de un instante, él exclamó: “Hoy es día de inventario hijo”.
Muy sorprendido con sus palabras, le pregunté: “Inventario”. Y él me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría: “Sí, el inventario de las cosas perdidas”, e inmediatamente prosiguió: “Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como si fueran grandes monstruos, siempre tuve deseos de escalar la más alta, pero nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficientes para sobreponerme a mi inercia existencial, recuerdo también a María, aquella chica que amé en silencio por cuatro años y a la que no tuve la valentía de confesarle mi amor”.
Mirándome a los ojos fijamente, continuó: “Sabes, también estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios, además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar… tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados y tantas oportunidades perdidas”.
Después de confesarme esto, su mirada volvió a hundirse en el vacío y sus ojos se humedecieron, sin embargo, él continuó: “En los treinta años que estuve casado con tu abuela, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije que la amaba”; y después de un breve silencio regresó de su viaje mental y seriamente me dijo: “Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida… a mí ya no me sirve pero a ti si, te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu propio inventario”.
Y luego, con cierta alegría en el rostro me preguntó: “Sabes que he descubierto en estos días”. A lo que yo respondí: “Qué, abuelo”. Él aguardó unos segundos y no contestó, sólo me interrogó nuevamente: “Sabes cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre”. La pregunta me sorprendió y sólo atiné a decir con inseguridad: “No lo había pensado, supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el mal… tener malos pensamientos, tal vez”.
Su cara reflejaba negativa, él me miró intensamente como remarcando el momento y en tono grave me señaló: “El pecado más grave en la vida de un ser humano, es el pecado por omisión y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas…”.
Al día siguiente, inmediatamente después de enterrar al abuelo, regresé a casa para realizar mi propio inventario de cosas perdidas…