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Gonzalo Mendieta

Un amigo economista exponía que en toda política económica “siempre hay quien pierde”. Lo repetía con la naturalidad del ducho, de tanto explorar su campo y no inmutarse ya, aunque perciba el dolor ajeno. Los abogados no tenemos con qué criticar, sin embargo, ese talante.

El cambio fijo que rige en el país es un ejemplo de lo que decía ese amigo. La moneda boliviana no se devalúa ni a bala. Así se impide –mientras duren los ahorros- que la inflación horade el adormecedor bienestar mayoritario. Se inunda el mercado de productos importados relativamente baratos, financiados con gas o con las reservas que ha dejado. Al menos para los profanos, eso es lo que las autoridades económicas promueven hoy.

Son favorecidos de esa política el confort consumista, el valor adquisitivo de los salarios y, en gran cuantía, los exportadores de los países vecinos. En Bolivia exigimos que los productores formales cumplan con las exquisiteces redistributivas o legales, como el doble aguinaldo, pero les compramos a quienes no están sujetos a ellas, por producir fuera. Muy coherente.

Con ganas de ser lógico hasta el fin, se puede decir que la “igualdad boliviana” financia la plusvalía de las burguesías vecinas. Es una paradoja del nacionalismo de izquierda, pues sus beneficios alcanzan más a los capitalistas extranjeros. Total, el industrial peruano no lidia con las cargas que el boliviano afronta sin proferir palabra. Y como los afectados no se quejan sino que sonríen por simpatía (o miedo) al poder, no cuadra desplegar una cruzada, oficiosa y fogosa, en su defensa.

Los productores locales, y los profesionales y trabajadores con los que laburan, son merecedores de la indiferencia pública, por minoritarios e insignificantes. Lo que el país más vende lo extrae de la Madre Tierra. Nuestro único aporte es nacer al lado de los depósitos gasíferos –y, si se cree el eslogan, nacionalizarlos- o de los minerales.

Es cierto que hay algún realismo en constatar que en el país más gente depende del comercio y de la informalidad, que de la incipiente producción local. Pero alguien debería ocuparse de los pocos productores internos y de la construcción del país para el largo plazo. Estacionados en el presente impulsamos sólo el beneficio inmediato, cuando no rapaz.

Hablando de actividades, el Vice la emprendió hace poco contra abogados y periodistas, a propósito de las apuestas profesionales de la juventud. Allí, el Vice acudió a una sabiduría tipo café-concert y predicó, contundente: “El país ya no requiere de abogados ni comunicadores sociales, más al contrario demanda científicos, ingenieros, técnicos, médicos, etc.” Como un paréntesis, quizá el Gobierno debería reconocer más la faena abogadil. Por ejemplo, los fiscales no han escatimado su –interesado- apoyo al régimen.

Fuera de ese apunte extraviado, intenté desentrañar dónde trabajarían esos ingenieros, científicos y técnicos, animados por el beneplácito oficial. La política económica premia a los burgueses y trabajadores industriales o agrícolas de los países vecinos, no de aquí.

Una opción nada técnica que imaginé fue constituir una importadora –privada de verdad o privada con recursos públicos, es lo mismo- integrada por doctores en física espacial. Podrían traer quesos SanCor de La Quiaca o papa y locoto verde de Puno.

La alternativa sería también formar técnicos nucleares bajo el mando de dirigentes sociales en una empresa estatal. Los técnicos podrían asumir los riesgos penales si algo saliera mal, como primera línea en la trinchera de la revolución. De lo contrario, la vía más realista sería canjear con el exterior quesos y papa por técnicos y científicos desempleados, más o menos como hacen los cubanos con sus galenos.

Es que ésta es la primera revolución cuya clase para sí son comerciantes, dirigentes y gente afincada en el corto plazo, a menudo personal, bien enterados de que no importa lo que se diga, con tal de que se haga lo que convenga. La ideología es macanuda para adornar intereses, sostenía un tal Marx.