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FUNDACIÓN MILENIO

Autoridades políticas han reclamado en varias ocasiones la falta de inversiones del sector privado, contraponiendo este comportamiento -presuntamente renuente- con el fuerte impulso a la inversión pública, en que está empeñado el gobierno para mantener el crecimiento de la economía

Las cifras sugieren, en efecto, trayectorias diferentes a partir del año 2015, cuando el ritmo de incremento de la inversión pública cobra mayor ímpetu, sobre todo en los últimos cuatro años que son de vertiginosa aceleración, en tanto que la inversión privada, si bien se ha mantenido en crecimiento, lo ha hecho a un ritmo mucho más lento, y con tendencia de caída en el último año. Como resultado, se ha abierto una brecha cada vez más pronunciada. Ello puede verse en los datos relativos a la Formación Bruta de Capital Fijo (FBKF) que, para 2015, indican que la FBKF del sector público es casi un 60 por ciento más que la FBKF del sector privado (Gráfico 1).

Desplazamiento del sector privado

El verdadero significado de la brecha entre la inversión pública y la inversión privada se advierte, sin embargo, cuando se mide su incidencia en la creación del Producto Interno Bruto, y mucho más aún cuando se comparan estos porcentajes con los prevalecientes en otros países de América Latina y del mundo.

En efecto, en Bolivia, incluso con una relación Inversión Total/PIB de 21 por ciento, similar al promedio regional en 2014, la inversión privada es apenas el 40 por ciento de la inversión total, cuando la media de la inversión privada en América Latina es de 75 por ciento del total invertido. Así pues, la inversión privada en nuestro país solamente llega al 8.6 por ciento del PIB, prácticamente la mitad de lo que representa la inversión privada en toda la región, y poco menos de un tercio de la inversión privada en una economía emergente como la del vecino Perú (Gráfico 2).

Que en Bolivia el sector privado aporte menos del 10 por ciento del PIB, no es natural ni lógico. Bien se sabe que en otros períodos, la inversión privada nacional y extranjera tuvo grandes saltos de crecimiento. Eso ocurrió, en efecto, entre 1998 y 1999, cuando la inversión privada llegó a situarse por encima del 12 por ciento del PIB, y el 13 por ciento en 2002.

Ciertamente, la situación experimentada en la última década es de una contracción del sector privado por debajo de sus capacidades y potencialidades. Se trata, no cabe duda, del resultado de un modelo económico de corte estatista, que promueve la intervención estatal en los más diversos ámbitos y sectores, independientemente de la racionalidad económica, y con el efecto deliberado de desplazar al sector privado o reducirlo a su mínima expresión. Esto explica, también, que la inversión pública esté en máximos históricos, y que su continuo aumento sea la variable crítica para la estabilidad de la economía boliviana, incluso más allá de lo que las finanzas públicas pueden soportar.

Industrialismo político

La distorsión que se ha producido en la estructura económica es la formación de un sector público abultado e ineficiente. El número de empresas bajo control estatal sigue creciendo, tanto las consideradas “estratégicas”, como las otras que solamente son proveedoras de empleo, y que operan generando pérdidas -que luego deben ser absorbidas por el TGN-, y que en realidad no constituyen otra cosa que mecanismos de distribución de rentas de los recursos naturales .

A este fenómeno de multiplicación de empresas estatales, Roberto Laserna denomina “la vuelta al industrialismo político”; un proceso que América Latina vivió entre los años 40 y los 70, con resultados generalmente fallidos. El industrialismo político se caracteriza por ser un intento forzado de promover la industrialización desde el Estado, a como dé lugar, sin tomar en cuenta el mercado; con proyectos muchas veces carentes de estudios previos y personal técnico idóneo, cuando no impuestos por la presión de grupos corporativos o por intereses espurios desde esferas de poder. Proyectos que, naturalmente, tienen un alto costo fiscal para el propio Estado, y para la gente, y cuyo (otro) efecto pernicioso es que desalienta la iniciativa privada, privándole al país de una corriente de inversiones privadas, tan necesarias como urgentes.

Aumenta la inversión pública pero se agotan los campos de gas

Lo paradójico del estatismo boliviano es el déficit de inversión en exploración de hidrocarburos y minería; un déficit que hace insostenibles los niveles actuales de producción y que pone en riesgo el cumplimiento de los contratos de exportación de gas, de los cuales, no debe olvidarse, dependen los ingresos del país.

El desbalance entre un sector público sobredimensionado, de un lado, y un sector privado constreñido y debilitado, de otro, no tiene como mantenerse. Tampoco es sustentable el gasto fiscal descontrolado y cada vez más apremiado de crédito externo, en circunstancias en que el ritmo de pérdida de reservas internacionales se acelera. Todo ello obliga a repensar la orientación actual del modelo económico, a fin de encontrar nuevos motores de crecimiento y competitividad. Lo que no pasa desapercibido es el amplio espacio existente para la inversión y la iniciativa privada. Tanto más ahora que asoman los síntomas de crisis del modelo estatista y dependiente de altos precios de las materias primas.

Mejorar el clima de inversiones

La economía boliviana está lastrada por un clima de inversión muy adverso. Comparada con la situación de otros países vecinos, la percepción prevaleciente no puede ser más deplorable (véase el gráfico 3).

Una sumatoria de acciones (nacionalizaciones, expropiaciones, resoluciones unilaterales de contratos, desconocimiento de los tribunales internacionales de arbitraje y de convenios de garantías recíprocas, avasallamientos de propiedades agrarias y mineras, sometimiento de la justicia al poder político, etc.), han erosionado la confianza de los inversores en el país y en las políticas de gobierno.

Desde luego, revertir la pérdida de confianza no es una tarea fácil, aunque indispensable para reactivar el flujo de inversiones. La recuperación de confianza pasa por restablecer el Estado de derecho y un orden de legalidad que de seguridad jurídica a la inversión, con tribunales independientes e instrumentos eficaces de protección de los contratos y derechos empresariales.

Cobran también actualidad otras reformas necesarias para mejorar la competitividad, incluyendo modificaciones en el sistema tributario y el establecimiento de un marco de estabilidad impositiva de largo plazo, y de forma tal de promover la productividad empresarial. Amén de atender las legítimas demandas de cambios en la anacrónica y restrictiva regulación laboral; poner freno al crecimiento exorbitante de los costos laborales que asfixian a las empresas y desincentivan el empleo formal; reducir los procedimientos burocráticos y resolver las carencias de infraestructura y las barreras de acceso a financiamiento para emprendedores; medidas de austeridad y prudencia fiscal y una política cambiaria que promueva las exportaciones nacionales.