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Nayú Alé de Leyton

 La amistad es uno de los valores más significativos para la humanidad; la amistad es una de las realidades que nos unen entre las personas, es algo que apreciamos y no solamente la apreciamos, sino que la valoramos y disfrutamos.

Quien cuenta con un verdadero amigo, ha encontrado un motivo para saborear la felicidad; es feliz quien tiene un amigo verdadero, porque tiene en quien depositar su confianza y abrir su alma para depositar en él su intimidad.

 Un amigo es alguien en quien poder confiar, es alguien que sabe escuchar y compartir los acontecimientos de tu vida, sean brillantes de alegría, de éxitos, de alcanzar metas, de lograr triunfos; o también acontecimientos oscuros de tristeza, de fracasos, de desilusión.

 La amistad es un valor necesario, porque somos seres sociables que tenemos que compartir y vivir en familia, en comunidad.  Todos los hombres de todas las razas y de todos los credos deseamos la amistad.

 Nosotros, como cristianos sabemos que Cristo nos llamó “amigos”: “Ya no os llamaré siervos sino amigos” (Jn. 15,15). A quienes amaba Jesús los llamaba amigos. Cuando la muerte de Lázaro Jesús dijo: “Lázaro nuestro amigo, está dormido” (Jn.11,11).

 Solo a Judas le niega el nombre de amigo, cuando le entrega en el huerto de los Olivos, lo llama compañero (Hetairos).

 La amistad es algo más grande, más profundo, más vital que el compañerismo. Hoy con frecuencia somos compañeros de viaje, de trabajo, de diversión y hasta de apostolado, pero este compañerismo no toca las raíces del alma, no se abre a la amistad, es hierba de un día o amor de superficie.

 La verdadera amistad es un pacto interior de fidelidad, supone una capacidad de dar, sin esperar la retribución.

 La amistad no se rompe aunque haya diferencia de ideas y de ideales. No se rompe cuando el amigo cae en desgracia, no conoce la traición.

 La amistad es abierta como el mar, no está condicionada ni por la edad, ni por el sexo, ni por el dinero, ni por la belleza y madura  y se afianza con el correr del tiempo.

 La fidelidad, la confianza se encuentran en los pliegues de una amistad sincera.

 En el mundo de hoy, el hombre tiene  el peligro de sentirse más sólo que nunca.  Al mismo tiempo que va conquistando la ciencia y la tecnología, la máxima libertad en el amor; porque cada vez se siente más impotente para darse una respuesta a sí mismo.

 Frente a esta soledad existencial motivada por los condicionamientos de la vida moderna, creo que el camino de Dios, el camino de la fe, tiene que pasar por los campos de la amistad.

 Aquí toman especial realismo las palabras de Jesús: “Donde dos se reúnen en mi nombre, allí estoy Yo”. Donde  dos seres humanos se encuentran sin sentirse extraños, con el deseo de comunicarse lo más serio de su existencia, allí empieza a nacer una realidad divina; la amistad, y con ella la sinceridad, el cariño y dónde viven estos sentimientos allí está presente El Señor.

 Cristo liga la amistad a la comunicación de los secretos: “Ya no os llamaré siervos sino amigos” ¿por qué? Porque es al amigo a quien se le confían los secretos. No, dice “Hermanos” sino “Amigos”.

 Hoy el hombre necesita palpar a su amigo, para no sentirse solo, necesita alguien en quien apoyarse, en quien pueda confiar, con quien pueda compartir sus dudas y esperanzas.

 La amistad es uno de los reflejos más claros de ese gran abrazo que estrechará a la humanidad con el misterio profundo y grandioso del Dios del amor.