En un pueblo rodeado de cerros habitaba un hombre ermitaño, la gente le llamaba “el loco”, todos al verlo pasar se reían y se burlaban de él. Era un hombre humildemente vestido, sin posesiones, sin una casa de su propiedad, sin una esposa ni hijos.
Más he aquí que este hombre, por cierto ya bastante mayor, ocupaba los últimos días de su vida sembrando árboles en todas partes, sembraba semillas de las cuales nunca vería ni las flores ni el fruto, y nadie le pagaba por ello y nadie se lo agradecía, nadie lo alentaba, por el contrario, era objeto de burla.
Sucedió que un día cabalgaba por esos alrededores el Sultán, rodeado de su escolta para observar en persona lo que sucedía verdaderamente en su reino, para no escucharlo a través de la boca de sus ministros. Al pasar por aquel lugar y al encontrarse con el anciano apodado “el loco” le preguntó: “Qué haces, buen hombre”. Y el viejo ermitaño le respondió: “Sembrando señor, sembrando”. Nuevamente inquirió el Sultán: “Pero, cómo es que siembras, estás viejo y cansado, seguramente no verás siquiera el árbol cuando crezca, para qué siembras entonces”. A lo que el viejo contesto: “Señor, otros sembraron y he comido, es tiempo de que yo siembre para que otros coman”.
El Sultán quedo admirado por la sabiduría de aquel hombre al que llamaban “el loco”, y nuevamente le preguntó: “Pero no verás los frutos, y aun sabiendo eso continuas sembrando… por ello te regalaré unas monedas de oro, por esa gran lección que me has dado”.
El Sultán llamo a uno de sus guardias para que trajese una pequeña bolsa con monedas de oro y se las entregó al viejo sembrador. Este inmediatamente le respondió: “Ves, señor, como ya mi semilla ha dado fruto, aún no la acaba de sembrar y ya me está dando frutos, y aun más, si alguna persona se volviera loca como yo y se dedicara solamente a sembrar sin esperar los frutos sería el más maravilloso de todos los frutos que yo hubiera obtenido, porque siempre esperamos algo a cambio de lo que hacemos, porque siempre queremos que se nos devuelva igual que lo que hacemos, esto, desde luego, sólo cuando consideramos que hacemos bien, y olvidándonos de lo malo que hacemos”. El Sultán le miró asombrado y le dijo: “Cuánta sabiduría y cuánto amor hay en ti, ojala hubiera más como tú en este mundo, con unos cuantos que hubiese, el mundo sería otro; más nuestros ojos tapados con unos velos propios de la humanidad, nos impiden ver la grandeza de seres como tu, ahora me retiraré porque, si sigo conversando contigo, terminaré dándote todos mis tesoros, aunque sé que los emplearlas bien, tal vez mejor que yo, qué Alá te bendiga”.
Y terminado esto, partió el Sultán junto con su séquito, y “el loco” siguió sembrando y no se supo de su fin, no se supo si termino muerto y olvidado por ahí en algún cerro, pero él había cumplido su labor, realizó la misión, la misión de un loco…