Max Murillo Mendoza
La guerra fría, la llegada del Ché a Bolivia, la dictadura militar de Barrientos ensombrecieron costumbristamente la historia tradicional republicana del año 1967; esa historia de sangre que no está investigada en su magnitud, sino encubierta y pasada de largo en función de los recuentos y cuentitos de presidentes, trayectorias señoriales y por supuesto himnos y cánticos triunfalistas como mentirosos. La historia tradicional es el recuento de las familias coloniales, de apellidos extranjeros y sobre todo la eliminación total de las masacres y las matanzas que se realizaron a lo largo del territorio, a lo largo de los siglos de saqueo y exterminio de las naciones ancestrales. Probablemente millones de nuestros compatriotas quechuas, aymaras y guaraníes fueron asesinados en masacres que estaban justificadas desde siempre, en nombre del progreso, del desarrollo y la civilización occidental republicana. Esas historias no están investigadas, sino de manera muy superficial y sólo para recordar los aniversarios tradicionales republicanos. No sabemos exactamente de esos acontecimientos sangrientos; pero han sido normales, comunes y eran parte de la política pública republicana.
Al amanecer del 24 de junio de 1967, en plena noche de San Juan, los comandos Rangers y Camacho de Oruro, ocuparon sangrientamente los campamentos mineros de Siglo XX, Miraflores y Catavi del norte de Potosí. Matando indiscriminadamente a mujeres, niños y sobre todo obreros mineros. Las excusas pues las mismas del repertorio republicano: extremistas antinacionales, invasión del comunismo, perturbadores del orden establecido. Oficialmente se informaron de 20 muertos y más de 70 heridos, producto de “enfrentamientos” armados con los extremistas; en realidad fuentes imparciales e internacionales informaron con posterioridad de 80 muertos y cientos de heridos. A todas luces como después se denunciaron se trataba de otra masacre más, de las colonias extranjeras y oligarquías nativas, con las mismas actitudes de odio hacia los más pobres, hacia las culturas ancestrales y hacia todo lo raro frente a los ojos de estas señoriales castas, clases altas y colonias extranjeras.
Hasta hoy no se han movido ni cambiado las coordenadas de las historias tradicionales. Desde las escuelas se siguen asumiendo como las oficiales: himnos, personajes, aniversarios, discursos sobre las grandilocuencias de los colonizadores republicanos, y más odio a nuestras propias historias. Se siguen con los mismos ritos occidentaloides y sus supuestos republicanos, que no han transformado en nada nuestras instituciones y sus lógicas de funcionamiento. Hasta hoy las historias tradicionales siguen masacrando a nuestras nacionalidades, de otras maneras más disimuladas y sofisticadas cerrando los espacios de las instituciones, condenando a la informalidad de la economía, expulsando fuera del país por falta de posibilidades de sobrevivencia, etc. Maneras más modernas de exclusión de las esferas institucionales, con las excusas tradicionales de siempre: falta de formación, falta de profesionalismo, falta de experiencia. Trampas de la razón hegeliana que se utilizan a cada momento y cotidianamente para seguir con las mismas lógicas excluyentes, masacradoras y discriminadoras. De hecho los libros de historia son los mismos, es decir los cuentitos de las colonias extranjeras.
En los libros de historia la masacre de San Juan no tiene sino algunas líneas marginales, para seguir justificando la historia tradicional. Esa masacre no tiene la menor importancia, es decir la muerte de 80 personas, como los 400 heridos, de los campamentos mineros no valen nada frente a las aventuras de las castas coloniales. Barrientos está en esos libros como un triunfador, como un personaje que salvó a los coloniales de la aventura comunista, como un ilustre en los salones de la historia, no como un asesino. La minería fue el sostén de la economía de todo el país, de esos fondos se desviaron por ejemplo para la industrialización de Santa Cruz, de esos fondos vivía el país, es decir de la labor de aquellos obreros masacrados. Sobre la miseria de los campamentos mineros usufructuaba el país entero, sus burocracias y sus fechorías. Esos libros de historia tradicional deberían ser quemados en las noches de San Juan, porque son relatos del desprecio de las castas blancoides y coloniales sobre las otras historias de la Bolivia profunda. En definitiva, la historia tradicional que se cuenta hasta hoy, sólo es la excusa perfecta y el encubrimiento perfecto de las historias de sangre contra nuestros pueblos y naciones. Por todo eso no se investiga, las academias de historia son sólo salones de café para las fotos de los cómplices de todas las masacres, de las historias republicanas coloniales.
Vidas, familias, naciones destruidas por las historias republicanas hasta hoy repetidas y asumidas como las oficiales. Las nauseabundas academias huelen a sangre y sudor en sus salones señoriales, de intelectuales que desconocen las profundidades de la Bolivia no oficial. Academias que siguen de rodillas frente al occidente impostor y colonial. Academias que prefieren cerrar los ojos ante lo evidente, ante la magnitud de otras historias. Academias como juntuchas de compinches que repiten como loros las mismas coordenadas, las mismas visiones del siglo XVI que justifican la invasión imperial y colonial como razón de ser y sentido del Estado republicano.
La masacre de San Juan es sólo una pequeña parte de la historia del odio, contra nuestras nacionalidades, de la historia oficial republicana colonial. Esa noche en realidad es la larga noche de la colonización occidental, que no termina hasta hoy porque los cómplices son todavía demasiados y los más peligrosos están entre nosotros.
La Paz, 22 de junio de 2016