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México no tiene talibanes. No cuenta con una tradición islámica que lo someta, ni mantuvo una interminable guerra con la Unión Soviética durante más de 10 años. Tampoco posee la diversidad tribal de Afganistán. Sin embargo, México es rico en un tesoro común con los afganos: los campos de amapolas, la materia prima de la heroína. Y también es rico en complicidades.

Sinaloa, Chihuahua, Durango y sobre todo Guerrero son los estados donde las plantaciones de amapolas florecen sin mayor intervención estatal. Los productores rurales saben que quizás algún operativo de fumigación esporádico termine con sus pequeñas granjas. Pero lo atribuyen a cuestiones coyunturales y no a una decisión sistemática, aunque los federales quieran hacerlo ver de ese modo. «El Gobierno es político, en un tiempo dejan (plantar), en otro no. Ellos saben que no pueden destruir completamente la amapola», explica Jorge, de 23 años, un granjero de Guerrero que posee una pequeña parcela perdida en medio de la selva.

«Todo el mundo aquí la siembra. Aunque digan que es droga, para nosotros es normal. Es como sembrar maíz, tomate, chile. Si la sembramos, es porque no hay otra cosa», agregó en diálogo con la agencia AFP.

Pero Jorge se equivoca. En Guerrero sí hay otras cosas. Hay muertes y desapariciones. Ese estado del sur mexicano muestra las tasas más altas de violencia: en 2015 se contabilizaron 56,5 homicidios cada 100.000 habitantes, el más dramático de todo el país, según datos oficiales. Ese índice es consecuencia directa de la guerra en la que están envueltos los mayores cárteles de la zona. Los Guerreros Unidos y Los Rojos mantienen una lucha abierta por la amapola que se disputa con sangre.

La heroína es la sustancia más comercializada en EEUU

El negocio es cada vez más tentador a medida que la heroína ingresa a los Estados Unidos y su precio se eleva por sobre el de la marihuana. Según los datos del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades estadounidense, la heroína es considerada una «epidemia». En la última década, el consumo aumentó más del doble entre los adultos jóvenes, de entre 18 y 25 años. Las muertes ascendieron un 286% desde 2002.  Sólo en 2013 –el último informe del que hay registros oficiales–, más de 8.200 personas murieron por su consumo en el país del norte.