Nayú Alé de Leyton
Hoy hablaremos de Jesús que es el punto de partida porque es salvador y evangelizador. Nos ofrece su camino en esta coyuntura histórica, Él invita al hombre de hoy, como a Nicodemo a nacer de nuevo, de lo alto, del agua, del Espíritu, para poder entrar en el reino de Dios. (Jn. 3,5).
En este tiempo en el que estamos viviendo la pascua del Señor, debemos mantener nuestra fe en esa verdad que nos dice: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3,16).
Jesús siempre se ha solidarizado con los que sufren.
Él se hace presente en el mundo de dolor y sufrimiento es un gesto de solidaridad, es su compasión, un ejemplo y una invitación para que seamos más humanos y para nuestra presencia entre los débiles sea un gesto de solidaridad y un momento especial para la evangelización.
Para Jesús, sanar es su forma de amar, así lo demuestra al paso por este mundo, iba enseñando con la palabra y sanando con el corazón.
Decimos que su acción sanadora se traduce a través de sus milagros, pero ¿Qué son los milagros? Son signos traductores de su compasión.
Jesús es ayuda, salud, esperanza, paz, dicha, salvación…
Sus palabras consuelan, animan, sanan, liberan, enseñan, por eso le dijo el apóstol: “Señor, Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,68). Solo Él nos abre la esperanza de la vida eterna, de la resurrección, por eso sus palabras y sus enseñanzas nos llevan a la conquista de esa vida nueva, dichosa y eterna, es decir la que no se acaba nunca.
También sus palabras nos hacen conocer al Padre, quién nos perdona y nos ama.
Su corporeidad es una presencia, una mediación, un lenguaje, el signo de una sana identificación personal y un encuentro para asumir nuestra humanidad y hermanarse con todos los hombres. Su actitud amorosa es servir, compartir, dejarse querer, ser comido sacramentalmente para reinar en el corazón de los hombres, porque su presencia en el corazón de los que creen elimina sus rudezas, atempera la animadversión, lo hace comprensivo, cordial, paciente, amable, atento, sencillo y solidario.
Por eso el apóstol nos recuerda que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, redimido por el cuerpo de Jesús en la cruz y nos exhorta: “Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos” (1 Cor. 6,20).
La presencia de Jesús es liberadora, da esperanza, entusiasmo, ilusión, energía, seguridad, te consuela, te fortalece, te da firmeza en las decisiones, te endulza el espíritu, te abre nuevos horizontes y puedes mirar con optimismo el nuevo amanecer.
Su presencia te hace percibir la calidez del amor entre los hombres, el calor de la caridad y el consuelo en tus lágrimas.
El que te ama a pesar de tus pecados te hace vislumbrar la luz en la oscuridad del sufrimiento, te ayuda a comprender, a perdonar y a pedir perdón.
Abre tu mente para conocerlo, tu alma para recibirlo y tu corazón para amarlo.