Nayú Alé de Leyton
Después de la euforia del bullicio, de la algarabía que traen consigo los días del carnaval, después del tradicional juego con agua y de los festejos de tantos grupos que se formaron por este motivo, de repente llega un miércoles de ceniza que inicia el tiempo de Cuaresma.
El bullicio del carnaval se ve interrumpido por la cuaresma así como cuando suena la campana terminando con el bullicioso recreo, para entrar a la clase.
Así también nos llega el tiempo de cuaresma invitándonos a entrar a un periodo de reflexión, de oración y penitencia.
El tiempo de cuaresma son los cuarenta días que Jesús ayunó en el desierto. Después de la cuaresma llegamos a la pascua, si tenemos en cuenta que la pascua es el centro de toda vida cristiana, la cuaresma deberá ser entonces una “oportunidad para una revisión” y una purificación de esta misma vida; por eso el mismo Jesucristo al comenzar la cuaresma lo vemos llevado por el Espíritu de Dios al desierto, para sufrir durante los cuarenta días las mismas tentaciones que los hijos de Adán.
Adán y Cristo son los dos hombres alrededor de los cuales gira nuestra existencia. Los dos hombres pugnan en nosotros, uno para esclavizarnos, el otro para liberarnos.
Tenemos ahora la oportunidad del desierto cuaresmal, la posibilidad de entrar en nuestro interior para descubrir los engaños del viejo Adán y dejarnos iluminar por Cristo, el nuevo Adán cabeza de la humanidad.
Al tratar de penetrar en el corazón de Adán, no hacemos otra cosa que bucear en nuestro propio corazón, allí encontraremos todos nuestros errores: egoísmos, injusticias, envidias, rencores, venganzas, excesos, todo aquello que nos aleja de Dios porque hemos sido débiles ante las tentaciones que nos ofrece el mundo y buscamos la ansiada felicidad por caminos errados que nos enemistan con el Dios del amor, quién nos ofrece la felicidad a través de la paz, la justicia, la solidaridad, el perdón y la reconciliación con los hermanos.
Vemos como desde la oscuridad la serpiente simbólica nos tiende la mano con el fruto prohibido y evocamos de que manera, convencidos de ejercer la propia autonomía fuimos objeto de una intensa sugestión, una y otra vez por parte de aquello que prometiéndonos vida y felicidad, encerraba un germen de muerte y perdición.
Todo hombre tiene tentaciones, ya que habiendo sido creado libre, siempre tiene delante dos caminos, dos posibilidades de obrar generalmente una es buena y la otra mala. Esta dualidad de horizontes constituye la tentación.
Si elegimos la vía correcta, crecemos y maduramos, si optamos por la equivocada nos denigramos.
No es posible vivir sin tentaciones, si alguien dijera que no las tiene deberíamos suponerlo deshumanizado, ya que no aparecerían los desafíos de la libertad.
Jesús fue tentado durante toda su vida. Nosotros también seremos tentados toda la vida, estemos preparados para ello. Las tentaciones se intensifican a medida que uno va aproximándose a su ideal.
Los evangelistas quisieron enseñarnos que si Jesús como hombre pudo superar las tentaciones, también todo hombre puede hacerlo. Nunca una tentación está por encima de las fuerzas humanas, nadie puede poner de pretexto cuando caiga, de que la tentación fue más fuerte que él, ya que desde Cristo en adelante quiénes se dejan guiar por el Espíritu salen victoriosos. Pero si hemos sido débiles y hemos caído, debemos tener el valor de levantarnos, porque Cristo siempre nos está ofreciendo su amor y su perdón.
Como nos dice San Antonio de Padua “Roguemos al mismo Jesucristo y pidámosle nos conceda llegar con espíritu contrito al desierto de la confesión, para que podamos recibir en esta cuaresma el perdón de nuestras iniquidades”.